Después, en estos días, surgieron todos los libros que otros candidatos a la presidencia han leído: ridículo de ridículos. ¡Qué pinche afán de querer no equivocarse y meter la pata en la mierda! Y lo digo por Cordero, que hace honor a su apellido a lo largo y ancho de la palabra; y lo digo por el exsecretario forjador del virus de la influenza AH1N1, José Ángel “Cara de buey” Córdoba, hoy suspirante de la gubernatura de Guanajuato, quien entre sus títulos de cabecera encuentra siempre a la mano El principito de Maquiavelo; y lo digo por el hoy secretario de educación del DF, el en mala hora llamado el secretario de la lectura, quien dijo haber leído Cien años de soledad de don Mario Vargas Llosa. En fin, podría seguirme de largo sin llegar a nada ¿En manos de qué tamaño de pendejos estamos? Quizá nunca lo lleguemos a saber bien a bien, pero bueno, a lo que estábamos.
Peña, que sigue cavando su propia tumba dando entrevistas a lo puro tarugo, medio mencionó entonces otro título, algo relacionado con caudillos, de Krauze como autor. Y pueden ser dos, ambos inquietantes para mí: Caudillos culturales de la Rovolución mexicana (Tusquets, 1999) y/o Siglo de caudillos (Tusquets, 2009), aunque yo le voy más a la primera referencia, ya que la segunda es una exquisitez de historiografía intimista de algunos de los personajes mesiánicos que enmarcaron el siglo XIX mexicano, y abiertamente no creo que ni el asesor más avezado –que lo debe ser poco– del señor Peña haya descifrado nada que pudiera interesar al candidato. En cambio, los Caudillos culturales… sí es algo que puede entretener a ese obsesionado por el poder que es el candidatazo Peña.
En ese libro –sospecho sea una versión comercial de su tesis doctoral–, Enrique Krauze, desnuda biográficamente a los llamados Siete sabios, la generación intelectual de mexicanos desarrollados durante la Revolución (y mis tres lectores bien saben que me refiero a Vicente Lombardo Toledano, Alberto Vásquez del Mercado, Alfonso Caso, Teófilo Olea, Antonio Castro Leal, Jesús Moreno Baca y Manuel Gómez Morín sin dejar de lado a los ateneístas Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos) para desnudar el porvenir que ese grupo, esa pandilla genial, planeó que sucedería en nuestro país. En ellos, el historiador sitúa la semilla de todos nuestras preocupaciones: el PRI, el PAN y todos sus malditos vástagos, y se convierte en un ABC de los orígenes de Peña. Lo que me faltaría es saber cómo lo leyó. Ya sé que mal, muy mal, pero me hubiera gustado escucharlo que hablaba con más claridad –peras al olmo– de este título lleno de retratos sobre las ricas contradicciones de nuestra política. Ni modo. Ya nunca volverá a mencionarlo, ni a sus hijos.
De Jefffrey Archer, autor que siguió a Krauze en la comedia de enredos que Peña protagonizó en la Feria Internacional del Libro, sé bien poco menos que lo que sé de los otros autores que Peña mencionó. Sin embargo no hay que saber gran cosa: es el clásico político conservador, cuya imagen sobria se va conjugando a un cúmulo de barbaridades inconexas como que fue campeón de atletismo en el Reino Unido, resulta ser barón, está casado con una científica que va tras la energía solar y, por supuesto escribe best sellers. Clásico mojigato al que persiguen sus escándalos: varios financieros, derroche ilimitado de impuestos activos; y varios sexuales, resulta que es adicto a las prostitutas; ha estado en la cárcel por perjurio y obstaculización de la justicia y por ahora vive feliz de las rentas que le ofrecen las adaptaciones a la televisión de su obra, de la que hay que hablar.
Peña mencionó dos títulos de este autor, dijo “las novelas Caín y Abel y La hija pródiga”. La primer obra se llama en realidad Kane y Abel (Mondadori, 1989) y es una parábola contrahecha y mal contada de la conocidísima familia original, esta vez ambientada en la Primera Guerra mundial, una lectura digna de infantes ñoños y sosos preguntones, cuyos padres nunca podrían resolverles ningún misterio. En resumen para entender a personajes complejísimos y prehistóricos como Caín y Abel, el niño Peña (niño en 1989 y contando) tuvo que leer la superposición que Archer tuvo que hacer de los fragmentos bíblicos y, claro, ahora sí entenderle, cómo no, todo tan clarísimo… ¿Por qué el autor de la Biblia –Dios– tuvo que hacer todo tan difícil, como para necesitar que alguien traduzca a una realidad más cotidiana las grandes parábolas del mundo?
La hija pródiga (Grijalbo, 1984) es peor. Es la misma superposición de los elementos bíblicos a la contrahecha historia de la mafia polaca (¿?), y ¿por qué no? conectarla a ella, hija de gran camada, con el Abel de la novela antes mencionada, quien es su padre y a la vez hermano, por desgracia, de aquel Kane que ya llegará a los Estados Unidos convulsos que la Gran Guerra imponen a los personajes… Híjole, creo que hasta yo peco de beneficiar un tanto a estas obras aburridérrimas con mis comentarios.
A lo que quiero llegar es a la obviedad con la que eligió Peña a este autor insoportable, que no sólo representa a la peor política norteamericana, sino puede estar en el cuadro de honor de los mejores autores del año porque vende más de 50 mil ejemplares de una edición, y aquí es donde el candidatazo se revela, en contra de lo que hasta aquí he sostenido, como un vulgar lector de trilladísimas páginas de moraleja incapaz de generar un miligramo de imaginación. Hasta me sorprende que alguien que haya leído estos títulos llegue después, y aunque sea, al peor Carlos Fuentes de la literatura, o incluso al exquisito Krauze madurón.
Podría decirse que los fines de semana, la obsesión por el poder, el gel y el manicure también descansan en la mesa del buró de Peña, que debe destartalarse a risotadas de bocajarro con las pendejadas del simpático Eugenio Derbez en la pobre película de Alejandro Springall (No eres tú, soy yo, 2010).
Imagen invitada: silla presidencial modelo Juárez en el exilio.