va para Lola y Laura
Hace algunos meses unas amigas golondrinas viajeras me regalaron varios milagros condensados en un listón naranja de 47 centímetros, que decidí amarrar a mi tobillo izquierdo. Desde entonces vivo fijándome por dónde voy, creo que me cuido más que antes en los caminos, pero no más por el gesto del regalo –que más me valdría sólo por eso–, ni por su carga religiosa –de la que huyo despavorido–, sino por la historia con la que esas golondrinas acompañaron al fetiche, a la que considero el regalo.
Nosso senhor do bonfim es una milagrosa imagen que está en una iglesia construida en una colina de Salvador de Bahía (en la costa noreste de Brasil) a la que se le pueden pedir milagros, siempre y cuando adquieras en las calles aledañas un listoncito que tendrás que amarrar, a sugerencia –claro está– de los "beatos repartidores", en las ramas de los árboles que circundan al templo: tres nuditos, tres milagros, deseos ególatras de solución fácil a problemas complejos, el tan siempre venerado deux ex machina católico.
Hasta aquí, todo indica un cuento folclórico de superstición religiosa: eso es. Después viene lo bueno. Arriba, en el párrafo anterior, entrecomillé la expresión "beatos repartidores", porque esos tales son niños, formados como atosigadores profesionales, que van por la vida ganándose unos reales al día ofreciendo las también llamadas pulseras de los deseos del senhor do bonfim.
Al amanecer los tendederos populares lucen como los árboles de la iglesia el día anterior: todos revestidos de telas de colores, saturadísimas, diría yo, de milagros que el citado senhor milagroso do bonfim ignora del todo. Algunos de esos listones irán a la escuela con los niños que se apresurarán a la salida de clases para una nueva vendimia. Otros listones ya estarán en las calles desde bien temprano para llevar el desayuno a las casas donde los atesoran en serio.
Mis golondrinas calcularon que esos listones, acompañados de la historia de su vida como objetos de este mundo, sería un buen recuerdo de su paso por Brasil, y me trajeron uno, sobre el que me sugirieron volver a pedir un milagro, un deseo personal, un recordatorio vital más en mi vida y en la del listón. Consideré en el momento en que me lo dieron – y por supuesto lo sigo considerando todos los días– que era un regalo inigualable, un grabancito de a libra, pero ya no quise cargarlo de otro deseo más, otra fantasía incumplida por un santo inútil en la iglesia, pero con un sentido, sinsentido quizás, social encomiable. Ese senhor da vida mercantil a un barrio, probablemente a gran parte de Bahía, con tan sólo estarse mostrando. Esa vida comercia con los espíritus de ¿alguien podría decir cuántas? personas que creen ver cumplido su milagro amarrado a un árbol y no saben ¿alguien podría decirme cuántos milagros? que aguardan todos juntos, planchados y lavados, lavados y vueltos a lavar (en mis esporádicos pero detallados baños), en mi pie izquierdo.
(Debo foto del listón en mi pie, pues por el momento mi cámara está desentendida de mí.)