viernes, 8 de julio de 2011

Los milagros de mi pie izquierdo

va para Lola y Laura

Hace algunos meses unas amigas golondrinas viajeras me regalaron varios milagros condensados en un listón naranja de 47 centímetros, que decidí amarrar a mi tobillo izquierdo. Desde entonces vivo fijándome por dónde voy, creo que me cuido más que antes en los caminos, pero no más por el gesto del regalo que más me valdría sólo por eso, ni por su carga religiosa de la que huyo despavorido, sino por la historia con la que esas golondrinas acompañaron al fetiche, a la que considero el regalo.

Nosso senhor do bonfim es una milagrosa imagen que está en una iglesia construida en una colina de Salvador de Bahía (en la costa noreste de Brasil) a la que se le pueden pedir milagros, siempre y cuando adquieras en las calles aledañas un listoncito que tendrás que amarrar, a sugerencia claro está– de los "beatos repartidores", en las ramas de los árboles que circundan al templo: tres nuditos, tres milagros, deseos ególatras de solución fácil a problemas complejos, el tan siempre venerado deux ex machina católico.

Hasta aquí, todo indica un cuento folclórico de superstición religiosa: eso es. Después viene lo bueno. Arriba, en el párrafo anterior, entrecomillé la expresión "beatos repartidores", porque esos tales son niños, formados como atosigadores profesionales, que van por la vida ganándose unos reales al día ofreciendo las también llamadas pulseras de los deseos del senhor do bonfim.

La verdadera historia de los deseos comienza cuando uno de esos infantes do bonfim consigue endilgarte un listón a cambio de algunas monedas ¡o billetes! en nombre de tus males que podrán ser curados –o tus bienes potenciados– si amarras bien el pedacito de tela al árbol de tu preferencia, siempre y cuando, te advierten los pillos, sea un tronco vecino a la iglesia de nosso senhor. Esa es la clave para comenzara entender el fraude de los milagros.

Quizá debí comenzar escribiendo que mis amigas golondrinas no turistearon en aquella ciudad. La suya, más que una visita de postales, fue una aventura laboral que tiene que ver con lo mejor que puede dar el hombre hoy en día (y me arriesgo con la siguiente expresión tan endeble, tan discutible, espero): un trabajo voluntario con los olvidados de los gobiernos en latinoamérica. Esta cualidad le da a su viaje un espíritu absolutamente incomparable, no más por cuestiones humanitarias que por profundas y valiosas anécdotas que legan a la eternidad y le van dando forma a su vida y a la de quienes las rodean.

Este es el prólogo de la siguiente sorpresa, porque pudiera ser que cayeran en la trampa de los niños, pobres, pobres niños, que te apresuran a adquirir la posibilidad de Aladino, sin lámpara que frotar. Puede ser que el primer día cayeran en la trampa, pero muy pronto, dada su cercanía con los miserables de Bahía, se enteraron de las reglas de ese juego espiritista: esos mismos pobres, pobres niños, convertidos después del atardecer en salvajes citadinos, regresan en medio del silencio de la noche reptando por las calles de la colina y, mientras se arrullan los milagros meciéndose en las enramadas cercanas a la iglesia, van desamarrando con sus finas manecitas, uno a uno, todos los listones que, ahora lo saben ustedes, lectores sacros, vendieron a lo largo de su jornada desenfrenada de deseos. Cargan con los listones a sus casas, donde los remojan y planchan, en algunos casos hasta retocan la leyendita "SENHOR DO BONFIM", hecha con un poco de tinta y barniz, que "blinda" las posibilidades de los deseos del incauto comprador que, además, al entusiasmarse con sus nudos en las ramas, se queda pensando que hizo un bien muy cristiano a la infancia de Brasil.

Al amanecer los tendederos populares lucen como los árboles de la iglesia el día anterior: todos revestidos de telas de colores, saturadísimas, diría yo, de milagros que el citado senhor milagroso do bonfim ignora del todo. Algunos de esos listones irán a la escuela con los niños que se apresurarán a la salida de clases para una nueva vendimia. Otros listones ya estarán en las calles desde bien temprano para llevar el desayuno a las casas donde los atesoran en serio.

Mis golondrinas calcularon que esos listones, acompañados de la historia de su vida como objetos de este mundo, sería un buen recuerdo de su paso por Brasil, y me trajeron uno, sobre el que me sugirieron volver a pedir un milagro, un deseo personal, un recordatorio vital más en mi vida y en la del listón. Consideré en el momento en que me lo dieron – y por supuesto lo sigo considerando todos los días que era un regalo inigualable, un grabancito de a libra, pero ya no quise cargarlo de otro deseo más, otra fantasía incumplida por un santo inútil en la iglesia, pero con un sentido, sinsentido quizás, social encomiable. Ese senhor da vida mercantil a un barrio, probablemente a gran parte de Bahía, con tan sólo estarse mostrando. Esa vida comercia con los espíritus de ¿alguien podría decir cuántas? personas que creen ver cumplido su milagro amarrado a un árbol y no saben ¿alguien podría decirme cuántos milagros? que aguardan todos juntos, planchados y lavados, lavados y vueltos a lavar (en mis esporádicos pero detallados baños), en mi pie izquierdo.

A veces sueño, no sin alguna carga de cursilería compasiva, con que yo pudiera cumplir tan sólo uno de aquellos cientos de milagros con los que camino hacia, espero yo, mi bonfim. No sé. Quizá de pasadita y sin querer cumpla con ese deber que también era parte del regalito.

(Debo foto del listón en mi pie, pues por el momento mi cámara está desentendida de mí.)