lunes, 16 de mayo de 2011

La ciudad subvertida I. Uno nunca sabe todo lo que siempre ha dicho saber del sexo




Esta nueva sección de La trampa de Medusa es un juego de espejos entre la reconocida Carrie Bradshaw, columnista del también reconocido diario neoyorquino The New York Star y este humilde autor. Así, lo que aquí se escriba bajo el signo "La ciudad subvertida" (una frase trucada de López Velarde) se debe entender como lo que la Bradshaw enmarcó en su columna semanal "Sex and the city", que escribía hasta hace poco desde su brownstone (un multifamiliar) de la East 73rd street del Upper East Side en Manhattan.


En mis semestres universitarios, alguna vez, afortunado yo, el poeta Jaime Labastida me dijo lo que, en una entrevista, Albert Einstein le dijo a una reportera sobre "saber algo":
"-Si usted puede hacer que su abuela comprenda cabalmente un tema nuevo para ella-", dijo el científico, "-como la teoría de la relatividad, por ejemplo, o una receta de un pastel que nunca ha preparado, se podrá decir que usted sabe dicho tema, que lo domina y por eso lo sabe explicar."

Algo así me dijo Labastida cuando, balbuceando, le traté de explicar lo que había entendido de su poema Elogios de la luz y de la sombra (Aldus, 1999), que a grandes rasgos era nada. Pero en vez de decirme "No has entendido nada de nada", o sencillamente callarme y echarme de su amplia oficina de la editorial Siglo XXI, que por cierto tenía un olor a talabartería, me dio un útil consejo, que ya antes había sido un útil consejo para alguien más, espero.

Sin embargo, ese consejo de poeta tiene jiribilla, porque no presenta ningún problema frente a la teoría de la relatividad o a una receta de cocina, pero qué tal sobre el sexo. Uno nunca habla con sus abuelitos de cómo hacer una felación, o sobre la mejor elección en lo que a lubricantes anales se refiere. ¿Por qué es así? ¿Por qué nunca podré explicar los beneficios de la posición "de heladito" a mi abuelita? ¿Por qué no podré intercambiar puntos de vista entre el sexo duro y el sexo suave?

Aventuro una respuesta: creo que es porque nunca sabremos cómo acariciaban nuestras abuelas a nuestros abuelos, cómo se excitaban, cómo gritaban de placer cuando una noche de farra volvían a su casa y se iban desnudando a lo largo de toda la casa, diciéndose cosas que los seducían, que los ponían a punto, cómo se acomodaban mejor para explotar de placer. En fin, nunca sabremos cómo hacían el amor.

Por eso y siguiendo la regla que me ofreció Labastida, que a su vez leyó que Einstein ofreció a una reportera que le preguntó "¿Cómo sabemos que sabemos una cosa?", puedo concluir que nunca sabremos todo lo que decimos saber sobre el sexo, queridos lectores. Y aunque creo que habrá algunas excepciones, es mucho mi pudor y acepto que será mejor no saberlas. Ni modo.

Desde el duplex del Andador 59 de Riego, en Villa Coapa, Tlalpan.


Nota: la fotografía es una imagen de la habitación de Ramón López Velarde en Jerez.


jueves, 5 de mayo de 2011

Juan Rulfo, derecho de exclusividad


[Cuando me enteré, en un orfanatorio de la ciudad de Guadalajara, que mi madre había muerto] me volví huraño y aún lo sigo siendo. Aprendí a comer poco o a casi no comer. Aprendí también que lo que no se conoce no se ambiciona y que, al final de cuentas, la única y más grande riqueza que existe sobre la tierra es la tranquilidad.

“Ret. Y Aut.”

Juan Rulfo

El 30 de marzo pasado el Tribunal Federal de Justicia Administrativa favoreció al señor Juan Francisco Rulfo Aparicio con la “posesión absoluta, y exclusiva”, de los derechos “del registro de marca del seudónimo ‘Juan Rulfo’” del que a partir de entonces es dueña la familia del escritor y fotógrafo mexicano. Con esto los Rulfo Aparicio (Clara, Claudia Berenice, Juan Francisco, Juan Pablo y Juan Carlos) no sólo consiguen retirar legalmente el nombre de su padre del premio que solía entregar la Feria Internacional de Libro de Guadalajara, sino que “se considera la posibilidad de proceder de manera similar en otros casos en que se ha identificado una utilización indebida del nombre del autor jalisciense.” (“Comunicado de la familia de Juan Rulfo a la opinion pública”, Víctor Jiménez responsable).

Esta noticia aparentemente inocua nos da una lección sin precedentes en la historia editorial de nuestro país, acostumbradote a que los escritores dejen su nombre en libertad, para que pueda ser utilizado bajo mínimo pretexto en cualquier Escuela Primaria ínfima, biblioteca pública arruinada, librería esplendorosa, calle abandonada, algún premio o algún cineclub de poca monta.

La familia Rulfo Aparicio peleó públicamente uno de los nombres literarios más pronunciados en la cotidianidad literaria desde hace unos buenos cuarenta años y lo ganaron perfectamente. Los Rulfo Aparicio decidirán a qué sí darle lo Rulfo oficialmente y a qué no. Se convierten así en el tribunal de lo rulfiano que controlará la exclusividad de lo que lleve el rotulo “Juan Rulfo”, aunque no les pertenezca del todo.

El autor de Pedro Páramo fue seminarista cuatro años con su nombre completo, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno. Su tío, el coronel anticristero David Pérez Rulfo, le hizo ver que su pasado católico debía desvanecerse en la Ciudad de México, donde viviría definitivamente Juan, no debido a más nada que a los resquemores de la guerra cristera. Juan no lo pensó demasiado y ya al entrar a trabajar a la Seretaría de Gobernación portaba su nombre corto e indudablemente laico.

Cuando fecha en 1940 su primer escrito público, ya llevaba por lo menos tres años llamándose, afirmándose, "Juan Rulfo". Por eso creo que los laberintos de esta nueva exclusividad debieran principiar y desembocar en el tío David, al servicio del Estado Mayor del general Ávila Camacho por aquellos años. Él fue quien aconsejó al escritor cambiar sus dos intrincados y comprometidos apellidos, Pérez Vizcaíno, por el sencillo, redondo y fuera de sospecha clerical “Rulfo”.

Y para entender el desarrollo de este nombre literario genial se debe pasar después por Efrén Hernández y Juan José Arreola, que instaron a Juan para seguir escribiendo las historias deliberadamente inconclusas que una serie casi infinita de hombres le han dado forma en base a la crítica y la investigación. Los nombres que han moldeado al nombre hoy exclusivo van desde Alfonso Reyes, Alí Chumacero, Octavio Paz y Emmanuel Carballo, los primeros lectores de fondo que tuvo Rulfo; hasta Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Felipe Garrido, Fernando Benítez, Elena Poniatowska, Margo Glantz, Susan Sontag, Vicente Rojo y Neus Espresate, quienes han construido la estatura casi mítica de Juan; e incluso Yvette Jiménez de Baez y por supuesto Alberto Vital, responsables de acercar la obra rulfiana al siglo XXI desde vertientes muy diversas entre sí.

Sólo entonces diría que estoy de acuerdo con la familia en que Juan Rulfo no es de todos. Es de quien lo lee por primera vez y lo relee por última. Es de quien lo revisa y hojea, de quien lo compra, lo cambia y lo vende; de quien lo piensa y lo escribe, lo dice y lo corrige; de quien lo ve y lo contempla, de quien se enamora de él o lo odie. Juan Rulfo es de los libros, los lectores; de quien lo cobra y de quien lo paga. No de todos, realmente, no de todos, pero nunca de quien sólo lo quiera para sí.

nota: la imagen es una autobiografía de Juan Rulfo en el Nevado de Toluca, hecha en la década de los 40.

martes, 3 de mayo de 2011

La señorita Renaut calló


Solía marcar un número desde mi teléfono móvil. Venía un tiempo de silencio y comenzaba a hablarme una mujer, insoportablemente neutral, con una perorata amable pero firme: "Su llamada está siendo procesada. Por disposición oficial debes registrar tu línea. Envía un mensaje al 2877 con la palabra "Alta", un punto; tu nombre, un punto; tu apellido paterno, un punto; tu apellido materno, un punto; y tu fecha de nacimiento con el formato: dos dígitos para el día, dos dígitos para el mes y cuatro dígitos para el año".

Cuando llegaba a la última frase me daba la impresión de que la señorita Renaut estaba sonriendo, como convencida de que su extraña y cumplida simpatía al servicio de mi oído había echo efecto en mí, y que de inmediato me registraría, azuzado por la participación ciudadana activa que mi nación me proponía. Nunca hice caso y siempre advertía a quien estuviese conmigo advirtiéndome de que era hora de registrar mi número, que me gustaba escuchar la tierna y fuerte voz de aquella señorita Renaut, a la que imaginaba hermosa, muy alta, pelirroja, narigona y patona, medio bizca pero de una mirada encantadora.

Hoy la Secretaría de Gobernación anuncia oficialmente que los millones y millones y millones y millones que se gastó en desarrollar la iniciativa del Registro Nacional de Usuarios de Teléfono Móvil... que todas las energías canalizadas contra algunos usuarios renuentes y telefonías rebeldonas... que todos los anuncios en los que invirtió otros miles de miles de millones, las amenazas de suspender líneas que quedaran fuera del Registro, las prórrogas y prórrogas que dio para que todo México celular diera sus datos... en fin, que toda la maquinaria del RENAUT llega a su fin porque sí, porque aunque darán una respuesta elaborada y sosa sobre el por qué llega a su fin el RENAUT, finalmente debemos estar conscientes de que es porque sí, como sucede todo en México entre políticos coprófagos, improvisados del todo, ausentes de la realidad, ansiosos por quedarse con lo que ellos creen que es todo el poder, sin un centímetro cúbico de imaginación y, además, pésimos humoristas involuntarios.

Ya no lamento nada de lo que nos sucede muchas veces ya sin darnos cuenta o sin querer darnos cuenta. No hablaré aquí de batallas libradas, ganadas o perdidas para siempre en el ir y venir de todos los días entre los que dicen gobernar y este redactor. No volveré a decir que la democracia caducó hace mil años (quizá más), o que las políticas públicas no pueden ser planteadas con usura (oh, Pound elizondeano) y podredumbre mugrosa (oh, Gonzalo Rojas, recién ido).

El derrumbe del RENAUT sólo me vale porque significa el silencio definitivo de la mujerona que me comunicaba, mi operadora de fantasía, mi conexión con las voces de mi vida, mi intercesora expiativa, mi recordatorio de que algo estaba haciendo mal, mi dama de compañía celular, mi hermosa señorita Renaut.

¡Adiós, señorita!
Ojalá nos volvamos a escuchar pronto.