lunes, 12 de diciembre de 2011

Hacia el 2 de julio ¿Y dónde está la democracia? A quién le importa. I

El “gracioso” caso de los entrañables libros de Peña (2 de 3)


Después, en estos días, surgieron todos los libros que otros candidatos a la presidencia han leído: ridículo de ridículos. ¡Qué pinche afán de querer no equivocarse y meter la pata en la mierda! Y lo digo por Cordero, que hace honor a su apellido a lo largo y ancho de la palabra; y lo digo por el exsecretario forjador del virus de la influenza AH1N1, José Ángel “Cara de buey” Córdoba, hoy suspirante de la gubernatura de Guanajuato, quien entre sus títulos de cabecera encuentra siempre a la mano El principito de Maquiavelo; y lo digo por el hoy secretario de educación del DF, el en mala hora llamado el secretario de la lectura, quien dijo haber leído Cien años de soledad de don Mario Vargas Llosa. En fin, podría seguirme de largo sin llegar a nada ¿En manos de qué tamaño de pendejos estamos? Quizá nunca lo lleguemos a saber bien a bien, pero bueno, a lo que estábamos.

Peña, que sigue cavando su propia tumba dando entrevistas a lo puro tarugo, medio mencionó entonces otro título, algo relacionado con caudillos, de Krauze como autor. Y pueden ser dos, ambos inquietantes para mí: Caudillos culturales de la Rovolución mexicana (Tusquets, 1999) y/o Siglo de caudillos (Tusquets, 2009), aunque yo le voy más a la primera referencia, ya que la segunda es una exquisitez de historiografía intimista de algunos de los personajes mesiánicos que enmarcaron el siglo XIX mexicano, y abiertamente no creo que ni el asesor más avezado –que lo debe ser poco– del señor Peña haya descifrado nada que pudiera interesar al candidato. En cambio, los Caudillos culturales… sí es algo que puede entretener a ese obsesionado por el poder que es el candidatazo Peña.

En ese libro –sospecho sea una versión comercial de su tesis doctoral–, Enrique Krauze, desnuda biográficamente a los llamados Siete sabios, la generación intelectual de mexicanos desarrollados durante la Revolución (y mis tres lectores bien saben que me refiero a Vicente Lombardo Toledano, Alberto Vásquez del Mercado, Alfonso Caso, Teófilo Olea, Antonio Castro Leal, Jesús Moreno Baca y Manuel Gómez Morín sin dejar de lado a los ateneístas Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos) para desnudar el porvenir que ese grupo, esa pandilla genial, planeó que sucedería en nuestro país. En ellos, el historiador sitúa la semilla de todos nuestras preocupaciones: el PRI, el PAN y todos sus malditos vástagos, y se convierte en un ABC de los orígenes de Peña. Lo que me faltaría es saber cómo lo leyó. Ya sé que mal, muy mal, pero me hubiera gustado escucharlo que hablaba con más claridad –peras al olmo– de este título lleno de retratos sobre las ricas contradicciones de nuestra política. Ni modo. Ya nunca volverá a mencionarlo, ni a sus hijos.

De Jefffrey Archer, autor que siguió a Krauze en la comedia de enredos que Peña protagonizó en la Feria Internacional del Libro, sé bien poco menos que lo que sé de los otros autores que Peña mencionó. Sin embargo no hay que saber gran cosa: es el clásico político conservador, cuya imagen sobria se va conjugando a un cúmulo de barbaridades inconexas como que fue campeón de atletismo en el Reino Unido, resulta ser barón, está casado con una científica que va tras la energía solar y, por supuesto escribe best sellers. Clásico mojigato al que persiguen sus escándalos: varios financieros, derroche ilimitado de impuestos activos; y varios sexuales, resulta que es adicto a las prostitutas; ha estado en la cárcel por perjurio y obstaculización de la justicia y por ahora vive feliz de las rentas que le ofrecen las adaptaciones a la televisión de su obra, de la que hay que hablar.

Peña mencionó dos títulos de este autor, dijo “las novelas Caín y Abel y La hija pródiga”. La primer obra se llama en realidad Kane y Abel (Mondadori, 1989) y es una parábola contrahecha y mal contada de la conocidísima familia original, esta vez ambientada en la Primera Guerra mundial, una lectura digna de infantes ñoños y sosos preguntones, cuyos padres nunca podrían resolverles ningún misterio. En resumen para entender a personajes complejísimos y prehistóricos como Caín y Abel, el niño Peña (niño en 1989 y contando) tuvo que leer la superposición que Archer tuvo que hacer de los fragmentos bíblicos y, claro, ahora sí entenderle, cómo no, todo tan clarísimo… ¿Por qué el autor de la Biblia –Dios– tuvo que hacer todo tan difícil, como para necesitar que alguien traduzca a una realidad más cotidiana las grandes parábolas del mundo?

La hija pródiga (Grijalbo, 1984) es peor. Es la misma superposición de los elementos bíblicos a la contrahecha historia de la mafia polaca (¿?), y ¿por qué no? conectarla a ella, hija de gran camada, con el Abel de la novela antes mencionada, quien es su padre y a la vez hermano, por desgracia, de aquel Kane que ya llegará a los Estados Unidos convulsos que la Gran Guerra imponen a los personajes… Híjole, creo que hasta yo peco de beneficiar un tanto a estas obras aburridérrimas con mis comentarios.

A lo que quiero llegar es a la obviedad con la que eligió Peña a este autor insoportable, que no sólo representa a la peor política norteamericana, sino puede estar en el cuadro de honor de los mejores autores del año porque vende más de 50 mil ejemplares de una edición, y aquí es donde el candidatazo se revela, en contra de lo que hasta aquí he sostenido, como un vulgar lector de trilladísimas páginas de moraleja incapaz de generar un miligramo de imaginación. Hasta me sorprende que alguien que haya leído estos títulos llegue después, y aunque sea, al peor Carlos Fuentes de la literatura, o incluso al exquisito Krauze madurón.

Podría decirse que los fines de semana, la obsesión por el poder, el gel y el manicure también descansan en la mesa del buró de Peña, que debe destartalarse a risotadas de bocajarro con las pendejadas del simpático Eugenio Derbez en la pobre película de Alejandro Springall (No eres tú, soy yo, 2010).

Imagen invitada: silla presidencial modelo Juárez en el exilio.


lunes, 5 de diciembre de 2011

Hacia el 2 de julio ¿Y dónde está la democracia? A quién le importa. I

El “gracioso” caso de los entrañables libros de Peña (1 de 3)

En medio de la firme espera conviccional de que otro de nuestros secretarios de gobernación –¡los hay para aventar!– cayera del cielo, La trampa de Medusa mantuvo un mutismo inusitado, deseando surgir con la explosión de otro de nuestros transportes aéreos al servicio de especímenes particulares y sustituibles, pero la realidad aplastante apremia: el “gracioso” caso de los entrañables libros de Peña saca del silencio a este textoservidor para comenzar una nueva serie de opinión política. En fin, sin preámbulos extra.

Primero, y hay que decirlo sin pausa, el fenómeno de los pastelazos electrónicos (gorjeos y / o pegotes feisbuqueros) es grotesco. Todas las pseudofrases pseudomordaces que he leído (pocas, la verdad) son un cúmulo de lugares comunes, muchas de ellas dictadas por el apremiante deseo de ser algo en la vida, escritas con faltas ortográficas, sin el menor recato retórico y, finalmente, representan al abucheo en un estadio: anónimo, informal, pobre. Lo que me lleva al núcleo basáltico de mi informe sobre la “gracia” en la biblioteca personal de Peña.

El ruido creado por el eco idiota de la cargada electrónica (“evidenciemos lo evidente pero con frases tremendas”), no deja escuchar la verdadera, trágica y alarmante confesión del unívoco candidato del PRI. Él sí mencionó, enmierdándose entre sus traspiés de nerviosismo sin cautela, los libros que han marcado su atávica vidorria priístina o priistosauria, y es lo que me tiene aquí, en vilo.

Comenzó medio mencionando la Biblia (s.f. clara), libro de libros, infaltable en cualquier hegemónico cubil de mexicano impuesto a resolver ser un gran mexicano; es decir, de todo mexicano que se las dé de respetable; es decir, de todo mexicano que tenga, a su vez, alguna última cena inmunda empolvándose en alguna pared cercana a la mesa del comedor. Hasta se hubiera visto mal de no decir que la Biblia había marcado su adolescencia, sí en fragmentos, sí y todo eso, pero la marca quedó, chingá.

Ahora, ¿qué significa “leer la Biblia” para la gente como Peña –niños que sueñan con ser presidentes–? Me arriesgo: ser guadalupano, seriecito, estudiosón, mustio, presumido y copión: el clásico personaje que está dispuesto a caer bien a la familia de su novia de manita sudada para poder pasar al faje: todo un futuro, enclenque y orgulloso arribista. Es obvio que nadie así necesita leer la Biblia en México para decir que es una lectura definitiva en su vida. La Biblia, para esa gran mayoría que hoy ocupa una curul o un asiento en el primer tendido de sombra, es una vaga idea de un libro importante, se hojeé o no, eso no está a discusión.

La silla del águila (03) fue el segundo título que balbuceó, apendejándose todo con el nombre del autor, nuestro humillado homenajeado del día de hoy.

(Una digresión imperdible: Carlos Fuentes, después de Los años con Laura Díaz (99) se ha dedicado a publicar sus ejercicios monótonos de escritura sin detenerse demasiado a leerlos. Ya despreocupadazo de su promoción editorial, sabe que todo librero de novedades alojará durante unas semanas su novelón, o su ensayazo, o su librito de cuentotes. Fuentes se convirtió en una máquina editorial digno de aplauso. Y de que te puede gustar su novedad, te puede gustar, pero considerar un libro de cabecera cualquier obra salida de los teclados de nuestro quasi nobel en lo que va de este siglo, es causa de apartheid en los círculos exquisitos de lectura, y de ciertos bares oscuros. Entiéndase entonces que, efectivamente, al joven Peña en literatura le puede conmover lo mal escrito, lo mal planeado, lo malnacido, pero, como en el blofeo eucarístico de su cotidianidad, lo que lleva una firma indiscutible sobre su lomo, aunque no sólo. Fin de la digresión.)

La silla del águila es una alegoría todamalechota del PRI, un mediofuturista y medioerótico sobrante podrido del deslumbre que es La muerte de Artemio Cruz (mismo Fuentes, 62) post La ley de Herodes (Estrada, 99), que no tiene nada que agregar a lo ya dicho y / o filmado durante el foxismo sobre la Revolución Institucional, pero del que basta citar un parrafín, mismo que utiliza la casa editora de este libelo en su promoción de la cuarta de forros, para cejijuntar la jeta y sentirse convidados de mi alarmismo silencioso:

“Te ponen en el pecho la banda tricolor, te sientas en la Silla del Águila y ¡vámonos! Es como si te hubieras subido a la montaña rusa, te sueltan... y haces una mueca que se vuelve tu máscara... la Silla del Águila, es nada más y nada menos que un asiento en la montaña rusa que llamamos La República Mexicana.”

Este fragmentucho descontextualizado es parte de una de las imposibles y larguísimas cartas que juegan al cinismo político con el que se construye toda la linda trama de dicha novela a lo largo de aburridas 400 páginas de lubricantes anales de la “realpolitik”, orgasmos contenidos del fuero militar, cursilerías asexuales de un amorío a lo clásico-salvaje de noveleta rosada, todo un ideario portentoso de un realcandidato que, de seguro, se mordía los labios (pensando “ya me vi”) al saborear cada línea de esa novela con todas las morosas descripciones de Fuentes que ni gracia hacen ya.

Peña sí leyó este libraco y le gustó, según sus inutilizadas confesiones en la Feria del Libros de Guadalajara, un síntoma más –si es que las rayas del tigrillo son pocas– de que estamos frente a un loco apasionado del poder, que, de tener unos kilos de buen humor voluntario, consideraría Los relámpagos de agosto (Ibargüengoitia, 65) como su libro tutorial, la piedra filosofal que no lo delataría tanto en todo lo íntimo e irreflexivo que es, como la exasperante silla de Fuentes.

Hasta aquí, ambos títulos de la cava de Peña hablan mal de él en todo sentido, pero no lo dejan de desnudar frente a las cámaras, a las que les tiene tanto aprecio lúbrico; es decir, tanto respeto.

Notas: 1) En las siguientes entregas habrá un Krauze mal comprendido, un Jeffrey Archer inusitado y un intrigoso y oportuno Alfredo Alce Tomasini. No se las pierdan. 2) Imagen invitada: silla presidencial, modelo don Porfirio Daz.