lunes, 26 de septiembre de 2011

The Royal Tour. Viva mi desgracia


En algún momento dado del principio de este largo larguísimo sexenio juzgué de populachero –de ningún modo populista– a quien pronunció, valiéndole madre la estatura que alcanzaba en la noche de su vida (2 de julio): “Haiga sido como haiga sido”. Ahora sé que entonces fue sólo una ocurrencia mal calculada de un pendejazo que nunca se dio cuenta de lo que representa en sí, y hasta la fecha sigue siendo un pendejazo que ni ha aprendido a desaprender –virtud que pocos, eh–. A estas alturas del párrafo ya saben que estoy refiriéndome a nuestro pobre y lastimoso Felipe Calderón, del que mejores opinadores han dicho peores cosas, no obstante yo nunca escritas, y por eso este arranque.

Luego, aunque me encantaría hablar las mil maravillas de la guerra calderonista, no sé nada de ella (cfr. Miss bala, Naranjo, 2011), más que lo que al lenguaje dejó, y de lo que quisiera ocuparme en otras entregas (ténganse en mente algunos ejemplos: “tirar”, “levantar”, “ejecutar”), pero de lo que sí sé, para desdicha del celebérrimo Calderón es de televisión documental, y es su programa prepagadísimo, The Royal Tour (Feist, 2011), del que me ocuparé brevemente, no hay para qué detenerse más.

Ese programita de pacotilla, nacido como una ocurrencia del rey Abdullah II de Jordania –amigo personal del inadjetivable hasta ahora Peter Greenberg, conductor de unos de los peores documentales del mundo– en 2002 para promoción turística de su reino, resultó ser de mínima importancia para el mundo de la televisión gringa –un tanto difícil, a decir verdad– y sólo a algunos mandones de la América ignota causó cierta emoción malsana. Dos años después, en 2004, el presidente Alejandro Toledo de Perú se vio en las peores circunstancias de su vida –y poco tiempo después abandonó el mando de su país–, tratando de articular palabra por palabra en inglés en su propio royal tour, lleno de lugares comunes gringachos, y en fin, llegó el primer ministro de Jamaica a protagonizar el suyo (por cierto, llamado The ultimate tour) en 2005, demostrando que no hay ningún orden particular en la cronología de la “serie” protagonizada por Greenberg, para el que comienzan a nacer varios adjetivos en mi mente, más que el orden que imponga cierto presupuesto de los gobiernos ¿qué duda cabe, Calderón en pleno año del turismo?

Llega Felipe Calderón y pide su propio recorrido real ¿por qué no? por su país, su nación, su federación ¿se olvidó este aspecto en el documental? Pero por supuesto, México es un país a secas, no una República de la que poco podría explicar, geopolíticamente hablando Feli.

Este royal tour se transformó, después de algunos meses de postproducción (se cree que la producción comenzó en febrero), en la promoción más falible y menos circunspecta que se pudo hacer de nuestro país en la historia de las muestras turísticas desde que Hernán Cortés describió nuestras tierras a Carlos V en sus cartas de relación.

El presidente de México es expuesto –sería mejor dicho “envilecido”– como un “amigo” (léase en la pronunciación gringachona) peor que Pancho Pistolas (The three caballeros, Ferguson, 1944) que presenta a todo un país como si fuera un parque de diversiones abarcable y finito, que cuando comienza a subir a lado del más deleznable pato Donald (Peter Greenberg) la pirámide de Kukulcán no tiene nada mejor que hacer que contar los malditos 91 escalones ¡y perder la maldita cuenta!, o que cuando llega al linde del Sótano de las golondrinas no tiene nada mejor que exclamar que “Oh, my goooddd!!!”, en una de las más simplistas, objetables e inútiles actuaciones en la historia de la televisión.

Puede advertirse que la crítica negativa es lo verdaderamente royal de todo esto, y puedo enconarme hasta la nauseabunda exégesis, sin embargo no me gustaría terminar esta oportunidad semanal que me da usted, lector, para dejar de un lado mi preocupación mayor: el testimonio que queda de la carencia de sentido común del presidente de la República Mexicana.

Creo yo que nunca un presidente de nuestro país había documentado voluntariamente su torpeza para comprender lo mínimo como Calderón, e incluso me atrevo a ponerlo por encima de la temible ignorancia del temible Vicente Fox, a la cual Andrés Bustamante et al. documentaron en varios libros.

Ningún jefe de Estado había sido capaz de aventurarse a representar al verdadero idiota que es, hasta la llegada de Felipe Calderón. Porque todos podrán decir que ninguna duda cabía de su estulticia, pero no hubieran podido demostrarlo con hechos hasta la aparición de The Royal Tour Mexico, donde queda claro que nuestro país está en manos de algo peor que un mono angloparlanchín que nunca supo, haiga sido como haiga sido, qué pasó en estos últimos seis años de su vida; que vivió plenamente, dirá en sus memorias, si es que sabe cómo organizar ortográficamente esos recuerdos que no lo dejarán dormir en su retiro.

Gracias, Greenberg, por darnos un documento sin igual en nuestra historia audiovisual, aunque no te hayas enterado. Gracias Calderón por sincerarte con la audiencia internacional a través del Discovery Channel, aunque no quisieras, o ya no sé. Gracias.

lunes, 19 de septiembre de 2011

La ciudad subvertida II. Los vecinos (azotea de Iztapalapa)

III y último


a mi primo Razo, quien decoró con atino este blog

a los amantes que deben vogar aún desnudos por el Cerro de la Estrella

Finalmente la azotea, un piso que tiene como techo al mismísimo cielo, pero que está conformado por piñatas fantasmas (tinacos de asbesto), más que vacías en esta delegación vía crucis del agua potable; unas hollas de acero inoxidable, también bombas de tiempo, gas acumulado en nuestras cabezas; y antenas, bocas abiertas al mundo del homozapping (cfr. con el enemigo número uno de Televisa, Jenaro Villamil); en fin, un mundo hostil que resguarda nuestro sueño y en el que el amor, apostaría usted, amabilísimo lector, nunca se daría.

Una madrugada ¿por qué esas horas propician a las manifestaciones sexuales? de pronto me levantó de mi sueño cándido un ruidazo de aquellos, como si se abriera el techo sobre mi cama, que acompañado de risitas ya era demasiado sospechoso, tanto que cuando abrí la puerta ya había tres vecinos en pijama preguntándose qué sería lo que pasaba allá arriba. Sin pensarlo demasiado –lo que tendría que haber comenzado a practicar entonces– me subí a la escalera de bomberos que había para accede al cielo de nuestro entrañable edificio.

Al levantar la escotilla que articulaba a la azotea con el andamiaje promiscuo del resto del edificio, lo primero que vi fue a un par de personajes masculinos que contoneaban sus pares de nalgas queriendo levantar el tinaco que , previsiblemente, habían tirade en su ¿jugueteo?

¡Cogidón, y no más! Cuando se percataron que las consecuencias de su estupidez estaban materializándose en varios vecinos que subían por la escalera, echaron a correr por las demás azoteas ¡absolutamente desnudos! Dejaban atrás sus ropas, sus varios condones usados a lo largo y ancho de los declives sin impermeabilizar que nos cubrían de la mirada de Dios, pero que ellos utilizaron como plataforma para que el mismo Dios ¿u otro… lo hay? los viera.

Se desvanecieron en la bruma nocturna mientras los vecinos afectados con el ruidazo comenzamos a reconstruir los hechos, medio desconcertados, medio adormilados, tiritantes, seguros de que esos amantes vivirían muy cerca de ahí, donde habían dejado hasta sus llaves de casa en las bolsas de los pantalones, que recogí y alcé como bandera victoriosa ante el atrevimiento de haber tirado y roto nuestro tinaco comunitario (dos departamentos por piñata), afortunadamente vacío –como pasaba y pasa la gran parte del año–, en lo que se conoció entre la simpática recepción vecinal, chismerío tremendo y no pregunten, como la orgifiesta del edificio D.

Nadie nos creyó cuando, en asamblea vecinal, pretendimos varios habitantes del “D” recrear la situación. Todos los ojos estaban puestos en nosotros cuando levanté en alto el par de pantalones y aullamos, festejando un triunfo que fue nuestro linchamiento público. Hasta a mi comadrita le tocó. Nadie nos volvió a ver igual. Los marchantes de las tienditas locales nos cerraban las ventanitas desde donde atendían. Los vigilantes silbaban mentadas de madre al pasar “la vigilancia” por los rededores del edificio. Y los plomeros que contratamos para colocar –sin sentido, si se toma en cuenta la tremenda falta de agua– nuestro tinaco no dejaban de burlarse en clave angustiosa mientras trabajaron. Los grafiteros hicieron el resto: las paredes a su alcance pronto fueron un espejo de nuestras atolondradas costumbres.

Lástima que nunca supe los rumores, pero comienzo a creer que la única que se benefició de todo este embrollo fue el pedazo de hielo que era la enfermera, a quien comenzaron a rondarle filantrópicos admiradores, que la hacían protagonist de una orgía en la azotea de un edificio en las faldas de nuestro monte del calvario defequense, ante los ojos del Cristo de Iztapalapa.

lunes, 12 de septiembre de 2011

La ciudad subvertida II. Los vecinos (Iztapalapa, primer y segundo piso)

II

En el primer piso habitaba cierta paz, ahí vivía mi autoasignada y vieja comadre, matriarca abnegada del mejor cine nacional, que entre preparar las diversas viandas y repartirlas a cada uno de los integrantes de su familia (4), el sol salía y volvía a entrar en escena, lo que me hacía descartarla del menú sexual de su esposo, que migraba de cuando en cuando para volver, al final del año, con electrodomésticos aparatosos que usaban como ingeniosos libreros y elegantes credenzas envueltas en plástico, impecables, como nuevos.

Creo que la vidita sexual de ese rincón se resumía a silenciosas masturbaciones ocasionales de los dos hijos, mayores de 50 ambos, ya que vivían envueltos en un sospechoso halo monacal encomiable. Nunca supe las razones por las que no se dedicaron oficialmente a la iglesia católica, pues administraban los catecismos locales, digamos, con verdadera vocación franciscana y fervor guadalupano. Gente extraña que, luego he malpensado, debían practicar el onanismo ritual hasta llegar al alucine, porque casi siempre llevaban una férula en algún brazo y usaban pantalones olgados. No se me acercaban ni por error, el saludo lo obviaban cuando yo estaba con su santa madre. Ahora supongo que sabían que yo sabía sobre su “secreto” masturbatorio.

Frente a mi comadrita estaba un taller clandestino de carpintería que solo abría de noche. Se hacían muchos muebles allí, era muy dedicado el maestro que comandaba a una pequeña cuadrilla de madereros… Y aunque parezca obvio, siempre que trato de elaborar teorías en torno a este albergue de village people, comienzo a dudar porque no escuché nada que no fuera cortar, taladrar, lijar y barrer en más de un año que habité el piso que era el techo de dicho taller, -ni albures se dedicaban-.

En mi piso, pared con pared de la mía, se resquebrajó un emblema sexual importante de todo occidente: la figura de la enfermera promiscua, caracterizada por su extrema blancura y su cofia que corona sus desatinos de cama. La solterona, mi vecina, era la frigidez encarnada en un caparazón de mujer con disfraz de enfermera: seria, muda, desatenta, enojona, medio sorda, delgada y sospecho que muy estreñida, la única ocasión que dejó traspasar a alguien las aparatosas puertas del congelador industrial que de seguro era su casa, eran las tres de la mañana.

Yo conducía el desarrollo de una fiestecita interesante en mi casa, cuando ella se presentó medio bebida frente a mi puerta. Saludó a todos los comensales y presentó al señor que la acompañaba: “Él es… ¡un hombre, muchachos!”, y se jalaron al interior de ese congelador de carnes, mientras aplaudía la concurrencia, discrete, ya se sabe.

Al fin se soltaba el pelo y se volaba la barda en una misma tirada, estaba yo pensando sumergido en el océano de los lugares comunes, cuando noté que el “señor hombre” se estaba preparando una cubita en mi barra: “¡La caminera!”, anunció. Creo que nadie reparó que eran las tres y media de la mañana cuando le dio el último trago al vaso y se fue: huía.

Tras mi muro de yeso sólo recuerdo haber oído suspiros y sollozos ¡y no solamente esa noche! Ni una llamada telefónica atendía la enfermera, ni tampoco tenía internet. Un mito sexual perdió su significado en mis concepciones fantásticas del mundo.

Del otro lado, en el mismo piso, estaba el departamento más juicioso de todos: el de un judicial que acostumbraba subirle varios decibeles a los varios amplificadores que guardaba en su tendajón. Era un vecino que consideraba que su atenta selección de la peor música de banda, mezclada con la peor electrónica nacional, nos iba a redimir, pero por lo menos yo nunca supe apreciarlo, ni creo que me halle redimido.

Este fino y edificante personaje cambiaba de pareja, siempre heterosexual, dos o tres veces ¡por semana! Unas peores que las otras; unas más ingenuas, otras más listas; unas más feas, otras más bonitas; unas muy avanzadas de edad, unas sin identificación oficial seguro; todas eran violentamente rebajadas a trastes sucios y encerradas a lo largo de varias horas de sometimiento sonoro, en donde hasta los gritos de auxilio se ahogaban.

Todas entraban y salían resignadas, pensativas, pero por sus propios pies. El judicial no habló conmigo nunca, solo sé que le fastidiaba el silencio, que quizá fuera sordo y que era muy posible que amara el sexo duro. No me consta nada.

Los otros departamentos o estaban abandonados o vivía gente sola, como yo, fantasmas de una sociedad tribal a los que eventualmente se le presentaba una ocasión impagable y contribuían al imaginario social con un buen repertorio de sonidos inclasificables. Pero también estaba la azotea…

lunes, 5 de septiembre de 2011

La ciudad subvertida II. Los vecinos (Iztapalapa, planta baja)


En mi peregrinaje por esta gran Ciudad de México he tenido pocos vecinos memorables por sus alegatas políticociudadanas, casi ninguno bravo o desmadroso y nadie que yo haya sabido se dedicara a hacer cosas tan sospechosas que me permitieran cobrar la recompensa que ofrece el gobierno federal por mi responsable denuncia anónima, pero gran número de vecinos recuerdo por su escandalosa –en todo sentido– vida sexual.

Afortunado, muy jóven pude vivir solitario en un palomar entrañable, a tiro de piedra del Panteón Civil San Nicolás Tolentino, a espaldas del Cerro de la Estrella, la joya de la corona de Iztapalapa. Mi departamento era un segundo piso de un miniedificio pleno de eclecticismos sexuales.

Cada estancia albergaba cuatro refugios donde, ya se sabe, la sala era el comedor, la cocina y parte del baño. Abajo, custodiando las fauces de la fortaleza, vivían cuatro familias de cinco integrantes cada una, y aunque nunca visualicé cómo se repartían la ruta de deambulaje en su choza, sí me quedaron bien claros los modos en que vivían el llamado de la naturaleza.

Una noche que apresuradamente tomó los visos de amanecer nostálgico, un grupo de salvajes conocidos me aventó a las afueras de la porción de Unidad Fovissste que me tocaba padecer, entre el tránsito pesado de la avenida San Lorenzo –ruta cultural tan recóndita como impresionante donde estaban los talleres que manufacturaban probablemente todos los libros del país (FCE, Porrúa, Conaculta, Paidós México, Santillana, UNAM, UAM)–, y el extenso boulevard cuyo nombre sera siempre un misterio: Estrella número 13 ¿alguien lo podría adivinar?

Ahí iba yo, meditando en peores cosas que éstas, cuando al llegar al portón de mi edificio pude escuchar ruidos de movimientos bruscos, como de un racimo de gatos escapando de mi presencia. Me detuve un poco asustado, he de aceptar al paso de los años, cómo no. Y ya que sentí cómo la noche volvía a serenar mi adrenalina, me dispuse a introducir la llave del portón y abrirlo. El manojo de gatos se materializó, merlinalmente, en las sombras y los reflejos de una pareja rechoncha que retozaba desnuda en las escaleras del primer descanso.

Grité. Luego me sorprendió que se sorprendieran con mi actuar tan natural, y la dama, que dominaba la escena misionera, se puso de pie de inmediato para correr gritando, con sus prendas en mano, hacia su casa: el departamento 2, a un lado del umbral donde me encontraba atónito, descubriendo sobre la marcha cómo la señora Almazán resolvía el problema del espacio en su casa, con dos hijas grandes maduronas, un chiquilín de seis años, dos gatos albinos y su esposo que, diligente, mientras mi cerebro operaba esta horrible imagen, recogía mis llaves para entregármelas, pues me quedé hecho una piedra que no supo ni qué hacer. Él, que tenía todo bajo control, sonrió y agregó: “Allá adentro no hay cómo, ni dónde y ni modo”.

Subí pausadamente a mis aposentos. Noté que varios vecinos habían prendido sus luces y hablaban detrás de sus cerrojos oxidados. Yo subí obnubilado y en lo único que pensé al cerrar mi puerta y comenzar a lavarme los ojos con sosa fue: “Ni modo”. Quizá no tenga que aclarar que la familia Almazán cambió un poco su actitud para con mi irresponsable manera de ser vecino. Yo nunca les perdí el asco.