lunes, 12 de septiembre de 2011

La ciudad subvertida II. Los vecinos (Iztapalapa, primer y segundo piso)

II

En el primer piso habitaba cierta paz, ahí vivía mi autoasignada y vieja comadre, matriarca abnegada del mejor cine nacional, que entre preparar las diversas viandas y repartirlas a cada uno de los integrantes de su familia (4), el sol salía y volvía a entrar en escena, lo que me hacía descartarla del menú sexual de su esposo, que migraba de cuando en cuando para volver, al final del año, con electrodomésticos aparatosos que usaban como ingeniosos libreros y elegantes credenzas envueltas en plástico, impecables, como nuevos.

Creo que la vidita sexual de ese rincón se resumía a silenciosas masturbaciones ocasionales de los dos hijos, mayores de 50 ambos, ya que vivían envueltos en un sospechoso halo monacal encomiable. Nunca supe las razones por las que no se dedicaron oficialmente a la iglesia católica, pues administraban los catecismos locales, digamos, con verdadera vocación franciscana y fervor guadalupano. Gente extraña que, luego he malpensado, debían practicar el onanismo ritual hasta llegar al alucine, porque casi siempre llevaban una férula en algún brazo y usaban pantalones olgados. No se me acercaban ni por error, el saludo lo obviaban cuando yo estaba con su santa madre. Ahora supongo que sabían que yo sabía sobre su “secreto” masturbatorio.

Frente a mi comadrita estaba un taller clandestino de carpintería que solo abría de noche. Se hacían muchos muebles allí, era muy dedicado el maestro que comandaba a una pequeña cuadrilla de madereros… Y aunque parezca obvio, siempre que trato de elaborar teorías en torno a este albergue de village people, comienzo a dudar porque no escuché nada que no fuera cortar, taladrar, lijar y barrer en más de un año que habité el piso que era el techo de dicho taller, -ni albures se dedicaban-.

En mi piso, pared con pared de la mía, se resquebrajó un emblema sexual importante de todo occidente: la figura de la enfermera promiscua, caracterizada por su extrema blancura y su cofia que corona sus desatinos de cama. La solterona, mi vecina, era la frigidez encarnada en un caparazón de mujer con disfraz de enfermera: seria, muda, desatenta, enojona, medio sorda, delgada y sospecho que muy estreñida, la única ocasión que dejó traspasar a alguien las aparatosas puertas del congelador industrial que de seguro era su casa, eran las tres de la mañana.

Yo conducía el desarrollo de una fiestecita interesante en mi casa, cuando ella se presentó medio bebida frente a mi puerta. Saludó a todos los comensales y presentó al señor que la acompañaba: “Él es… ¡un hombre, muchachos!”, y se jalaron al interior de ese congelador de carnes, mientras aplaudía la concurrencia, discrete, ya se sabe.

Al fin se soltaba el pelo y se volaba la barda en una misma tirada, estaba yo pensando sumergido en el océano de los lugares comunes, cuando noté que el “señor hombre” se estaba preparando una cubita en mi barra: “¡La caminera!”, anunció. Creo que nadie reparó que eran las tres y media de la mañana cuando le dio el último trago al vaso y se fue: huía.

Tras mi muro de yeso sólo recuerdo haber oído suspiros y sollozos ¡y no solamente esa noche! Ni una llamada telefónica atendía la enfermera, ni tampoco tenía internet. Un mito sexual perdió su significado en mis concepciones fantásticas del mundo.

Del otro lado, en el mismo piso, estaba el departamento más juicioso de todos: el de un judicial que acostumbraba subirle varios decibeles a los varios amplificadores que guardaba en su tendajón. Era un vecino que consideraba que su atenta selección de la peor música de banda, mezclada con la peor electrónica nacional, nos iba a redimir, pero por lo menos yo nunca supe apreciarlo, ni creo que me halle redimido.

Este fino y edificante personaje cambiaba de pareja, siempre heterosexual, dos o tres veces ¡por semana! Unas peores que las otras; unas más ingenuas, otras más listas; unas más feas, otras más bonitas; unas muy avanzadas de edad, unas sin identificación oficial seguro; todas eran violentamente rebajadas a trastes sucios y encerradas a lo largo de varias horas de sometimiento sonoro, en donde hasta los gritos de auxilio se ahogaban.

Todas entraban y salían resignadas, pensativas, pero por sus propios pies. El judicial no habló conmigo nunca, solo sé que le fastidiaba el silencio, que quizá fuera sordo y que era muy posible que amara el sexo duro. No me consta nada.

Los otros departamentos o estaban abandonados o vivía gente sola, como yo, fantasmas de una sociedad tribal a los que eventualmente se le presentaba una ocasión impagable y contribuían al imaginario social con un buen repertorio de sonidos inclasificables. Pero también estaba la azotea…

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