lunes, 19 de septiembre de 2011

La ciudad subvertida II. Los vecinos (azotea de Iztapalapa)

III y último


a mi primo Razo, quien decoró con atino este blog

a los amantes que deben vogar aún desnudos por el Cerro de la Estrella

Finalmente la azotea, un piso que tiene como techo al mismísimo cielo, pero que está conformado por piñatas fantasmas (tinacos de asbesto), más que vacías en esta delegación vía crucis del agua potable; unas hollas de acero inoxidable, también bombas de tiempo, gas acumulado en nuestras cabezas; y antenas, bocas abiertas al mundo del homozapping (cfr. con el enemigo número uno de Televisa, Jenaro Villamil); en fin, un mundo hostil que resguarda nuestro sueño y en el que el amor, apostaría usted, amabilísimo lector, nunca se daría.

Una madrugada ¿por qué esas horas propician a las manifestaciones sexuales? de pronto me levantó de mi sueño cándido un ruidazo de aquellos, como si se abriera el techo sobre mi cama, que acompañado de risitas ya era demasiado sospechoso, tanto que cuando abrí la puerta ya había tres vecinos en pijama preguntándose qué sería lo que pasaba allá arriba. Sin pensarlo demasiado –lo que tendría que haber comenzado a practicar entonces– me subí a la escalera de bomberos que había para accede al cielo de nuestro entrañable edificio.

Al levantar la escotilla que articulaba a la azotea con el andamiaje promiscuo del resto del edificio, lo primero que vi fue a un par de personajes masculinos que contoneaban sus pares de nalgas queriendo levantar el tinaco que , previsiblemente, habían tirade en su ¿jugueteo?

¡Cogidón, y no más! Cuando se percataron que las consecuencias de su estupidez estaban materializándose en varios vecinos que subían por la escalera, echaron a correr por las demás azoteas ¡absolutamente desnudos! Dejaban atrás sus ropas, sus varios condones usados a lo largo y ancho de los declives sin impermeabilizar que nos cubrían de la mirada de Dios, pero que ellos utilizaron como plataforma para que el mismo Dios ¿u otro… lo hay? los viera.

Se desvanecieron en la bruma nocturna mientras los vecinos afectados con el ruidazo comenzamos a reconstruir los hechos, medio desconcertados, medio adormilados, tiritantes, seguros de que esos amantes vivirían muy cerca de ahí, donde habían dejado hasta sus llaves de casa en las bolsas de los pantalones, que recogí y alcé como bandera victoriosa ante el atrevimiento de haber tirado y roto nuestro tinaco comunitario (dos departamentos por piñata), afortunadamente vacío –como pasaba y pasa la gran parte del año–, en lo que se conoció entre la simpática recepción vecinal, chismerío tremendo y no pregunten, como la orgifiesta del edificio D.

Nadie nos creyó cuando, en asamblea vecinal, pretendimos varios habitantes del “D” recrear la situación. Todos los ojos estaban puestos en nosotros cuando levanté en alto el par de pantalones y aullamos, festejando un triunfo que fue nuestro linchamiento público. Hasta a mi comadrita le tocó. Nadie nos volvió a ver igual. Los marchantes de las tienditas locales nos cerraban las ventanitas desde donde atendían. Los vigilantes silbaban mentadas de madre al pasar “la vigilancia” por los rededores del edificio. Y los plomeros que contratamos para colocar –sin sentido, si se toma en cuenta la tremenda falta de agua– nuestro tinaco no dejaban de burlarse en clave angustiosa mientras trabajaron. Los grafiteros hicieron el resto: las paredes a su alcance pronto fueron un espejo de nuestras atolondradas costumbres.

Lástima que nunca supe los rumores, pero comienzo a creer que la única que se benefició de todo este embrollo fue el pedazo de hielo que era la enfermera, a quien comenzaron a rondarle filantrópicos admiradores, que la hacían protagonist de una orgía en la azotea de un edificio en las faldas de nuestro monte del calvario defequense, ante los ojos del Cristo de Iztapalapa.

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