lunes, 5 de septiembre de 2011

La ciudad subvertida II. Los vecinos (Iztapalapa, planta baja)


En mi peregrinaje por esta gran Ciudad de México he tenido pocos vecinos memorables por sus alegatas políticociudadanas, casi ninguno bravo o desmadroso y nadie que yo haya sabido se dedicara a hacer cosas tan sospechosas que me permitieran cobrar la recompensa que ofrece el gobierno federal por mi responsable denuncia anónima, pero gran número de vecinos recuerdo por su escandalosa –en todo sentido– vida sexual.

Afortunado, muy jóven pude vivir solitario en un palomar entrañable, a tiro de piedra del Panteón Civil San Nicolás Tolentino, a espaldas del Cerro de la Estrella, la joya de la corona de Iztapalapa. Mi departamento era un segundo piso de un miniedificio pleno de eclecticismos sexuales.

Cada estancia albergaba cuatro refugios donde, ya se sabe, la sala era el comedor, la cocina y parte del baño. Abajo, custodiando las fauces de la fortaleza, vivían cuatro familias de cinco integrantes cada una, y aunque nunca visualicé cómo se repartían la ruta de deambulaje en su choza, sí me quedaron bien claros los modos en que vivían el llamado de la naturaleza.

Una noche que apresuradamente tomó los visos de amanecer nostálgico, un grupo de salvajes conocidos me aventó a las afueras de la porción de Unidad Fovissste que me tocaba padecer, entre el tránsito pesado de la avenida San Lorenzo –ruta cultural tan recóndita como impresionante donde estaban los talleres que manufacturaban probablemente todos los libros del país (FCE, Porrúa, Conaculta, Paidós México, Santillana, UNAM, UAM)–, y el extenso boulevard cuyo nombre sera siempre un misterio: Estrella número 13 ¿alguien lo podría adivinar?

Ahí iba yo, meditando en peores cosas que éstas, cuando al llegar al portón de mi edificio pude escuchar ruidos de movimientos bruscos, como de un racimo de gatos escapando de mi presencia. Me detuve un poco asustado, he de aceptar al paso de los años, cómo no. Y ya que sentí cómo la noche volvía a serenar mi adrenalina, me dispuse a introducir la llave del portón y abrirlo. El manojo de gatos se materializó, merlinalmente, en las sombras y los reflejos de una pareja rechoncha que retozaba desnuda en las escaleras del primer descanso.

Grité. Luego me sorprendió que se sorprendieran con mi actuar tan natural, y la dama, que dominaba la escena misionera, se puso de pie de inmediato para correr gritando, con sus prendas en mano, hacia su casa: el departamento 2, a un lado del umbral donde me encontraba atónito, descubriendo sobre la marcha cómo la señora Almazán resolvía el problema del espacio en su casa, con dos hijas grandes maduronas, un chiquilín de seis años, dos gatos albinos y su esposo que, diligente, mientras mi cerebro operaba esta horrible imagen, recogía mis llaves para entregármelas, pues me quedé hecho una piedra que no supo ni qué hacer. Él, que tenía todo bajo control, sonrió y agregó: “Allá adentro no hay cómo, ni dónde y ni modo”.

Subí pausadamente a mis aposentos. Noté que varios vecinos habían prendido sus luces y hablaban detrás de sus cerrojos oxidados. Yo subí obnubilado y en lo único que pensé al cerrar mi puerta y comenzar a lavarme los ojos con sosa fue: “Ni modo”. Quizá no tenga que aclarar que la familia Almazán cambió un poco su actitud para con mi irresponsable manera de ser vecino. Yo nunca les perdí el asco.

3 comentarios:

  1. Que gracioso. Unos vecinos de Revillagigedo, como del 3 piso, llevaban tanta prisa que desde las escaleras (subiéndolas) ya estaban en el clímax, LOL. No sé si alcanzaron a llegar. Uno no sabe cómo reaccionar en el momento.

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  2. en ese no saber cómo reaccionar se basa La ciudad subvertida. Saludos, atentos lectores.

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