lunes, 24 de octubre de 2011

La belleza

Para los que no han visto El árbol de la vida (Malick, 2011) desconocerán las razones por las que este blog se declara, algunos días cuando menos, fuera de servicio. Es decir, el autor de estas líneas está absolutamente anonadado, y se siente incapaz de proseguir esta carrera de letras hacia una hermosura particular ¿cuál? Eso sí no lo sabe este autorcillo.

El que aquí firma sabe que ha visto la belleza en el cine esta noche –en todo su esplendor, cuando menos–. Sabe que algo pasó en la butaca que tiene que ver con lo que pasó en el asiento del metro hace años (para hablar un poco de la misma vidita del mismo tinterillo éste) con un poema de don Rubén Bonifaz Nuño (“No me ilusiono, admito, es de mi gusto,/ser un hombre igual a todos. Trabajo en algo, cobro/un sueldo insuficiente; me divierto/cuando puedo, o me aburro hasta morirme;/hablo, me callo a veces, pido/mi comida, y a ratos/quisiera ser feliz gloriosamente/y hago el amor, o voy y vengo/sin nadie que me siga. Tengo un perro/y algunas cosas mías.” [y continúa tremendo eh]), yendo hacia su casa, a las faldas del Cerro de la Estrella.

Se relaciona con lo que le sucedió, a este textoservidor, un atardecer en una cúspide del Desierto de los Leones, en medio de un accidente automovilístico amoroso (¿pero qué accidente no es amoroso?) donde vio cumplida la inquietud que le había impuesto laberínticamente otro autor –Francisco Cervantes– en su imaginario: precisamente el de la belleza encontrada, y que hasta esta noche la ha vuelto a encontrar en la pinche peliculona de Terence Malick. Y si no, texto remito y hasta ahí llegaré, que ya es mucho finalizarme con prosa del Cervantes antes citado:

[]Supieron entonces de una verdad: que la belleza madre no podía ser conocida ni siquiera por una raza organizada que, a través de la herencia y los siglos, luchara por su recomposición, que la belleza a todos nos es permitido contemplarla fragmentariamente, nos es dada a escasos sorbos[]

Pero cuando se asoma, y es instantáneo, hay que saber qué hacer con ella, cómo quererla o saberla librar o ver de lejitos (particularmente como en algunas tardes de toros y de teatro), o morir. Esta noche, declaro, sentí que no podía dominar a esa salvaje de la que hablo y que habita en el largometraje que tanto, de pronto, quiero: El árbol de la vida (Malick, 2011).

Véanla. Véanla, pero por favor véanla.

Para los que ya la vieron, sé que esto les parecerá casi una obviedad, así que pueden empezar a ensoñar, y con toda razón o sinrazón y que se abra la discusión.

lunes, 17 de octubre de 2011

Hacia los 100 de Vicens 2. Al Toro, Faroles

Ahora que absurdamente lo taurino en México se ha convertido en un debate alelado –en casi todos los medios de comunicación– sobre la civilidad y buen modo del salvajismo hispanomexica –mientras lo escribo me da la impresión de que articulo mejor una idea que se puede debatir–, a semejanza de lo sucedido en Cataluña, tengo que sacar una carta grande de la vida centenaria de la escritora que será visitada, ya se dijo, cada 15 días. Es una carta que deseaba sacar llegada la apertura de la temporada grande en la Plaza México, no obstante me doy cuenta de que esta nota cabe ahora más que bien contextualizada, aunque si me apresuran lo puedo comenzar a dudar. Un pretexto y seacabó es lo que buscaba.

Otra de las tareas eventuales –una era escribir obras maestras, ya está claro– de Josefina Vicens fue la crónica de toros. En dos revistas taurinas que todo ignoraban de la trágica caída del Eje, Sol y sombra (1943) y Torerías (1945), se presentaba puntual a desmembrar igual novilladas que grandes temporadas grandes (Silverio Pérez et al.) bajo un disfraz genial, llamado Pepe Faroles, un personaje del mundo de toros que intentaba poner en evidencia la “inspiración lúcida” que les da a muchos Pepes a las cinco de la tarde, los domingos en los tendidos de la Ciudad de México, un orgulloso torerista capaz de debatir con los empresarios y ganaderos desde su columna, odiosamente llamada “Farolazos”.

El farol es un pase estupidón, aunque si bien logrado deja ánimos de emoción en el respetable, pero queda como insoportable: capote sobre hombros, luego de pasado el toro y haber cruzado la propia cabeza en redondo con la tela. Casi no se ve, y ese era el jueguito placero de Vicens que partió plaza con este párrafo, que siento tiene resonancia, o puede tenerla, en estos días nefastos en que pareciera fácil, o definitivamente lo es, borrar la memoria de los espectadores:

Los que amamos y respetamos la fiesta de toros, por lo que tiene de tragedia y de arte; los que amamos y respetamos el periodismo, por lo que tiene de apostolado y de servicio a la colectividad, suponemos que la conjunción de periodismo honrado y de afición taurina sincera, puede dar magníficos resultados[] Cuando con esa creencia se empieza a escribir de toros, el propósito es firme: decir siempre, en cualquier circunstancia, la verdad, sostener el criterio propio, mientras no se demuestre que es erróneo[]

En nuestros días, y aunque no es extraño ver a mujeres que saben disfrutar de lo divino tanto en el tendido de sol como en el mundo de afuera –ay, mi mundo–, es rarísimo leer el devaneo de una mujer taurina en cualquier medio de comunicación. Antes, en los viejos días artísticos y hitlerianos, calculo que era casi un pecado. Todavía ni ciudadanas eran (para aprovechar el viajecito efemeridional del tan subido y bajado voto femenil, como si el mascunil de algo valiera) y ya Vicens travestida escribía “olés” desde el primer tendido de sol, a un lado de la puerta de los sustos, cigarrito en mano, ¿así o más incorregible incorrecta?

Viva Vicens. Viva Faroles hacia los 100 de Vicens, carajo.

(Imagen invitada: la venida de un toro por la manga, en la visita de Javier Costillares a un herradero: http://torear.blogspot.com/2007/11/mas-fotos-de-un-herradero.html, por si se les antoja)

lunes, 10 de octubre de 2011

La visita ¿quién a quién?


en un diabólico sucederse de mutilaciones del espacio, triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas, hasta impedir cualquier movimiento de los gladiadores y dejarlos crucificados sobre el esquema monstruoso de esta gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría.

José Revueltas, El apando

De pronto en la chamba me ofrecieron que acudiera a las instalaciones del Centro Varonil Oriente de Ejecución de Sanciones Penales, la casa vecina del famosísimo Reclusorio Oriente, en las márgenes de Iztapalapa, el lugar adonde van llegando los presos que se preparan para regresar a “la vida social” de la gran Ciudad.

Todas las autoridades, muy amables, me recibieron comprensivas y solícitas, pero sin estar exentas de aparentar no sufrir las miserias que padecen todas las instituciones públicas en México. Atrapados en un edificio alto, una mole de concreto, fría, con un cierto parecido a mi vieja escuela secundaria, un puñado de policías resguarda la “Aduana”, hacen de cancerberos de una justicia cegatona que se contenta con que escribas medio legiblemente tu nombre en un viejo cuaderno de citas que seguramente nadie revisará nunca –bueno, ni aunque le pagaran–, y su pereza les impide revisar mi mochila, a la que después de sopesarla y calcular que en ella no podía caber una AKA-47, me dejaron pasar ¡con una cámara fotográfica muy pesada! que nadie notó hasta que me la puse en el cuello. Entonces me mandó llamar la directora de dicho Centro.

Así me encontré, ya de plano, con mi pasado, en una oficina que todo tenía del cubil de la subdirectora de mi primaria, una monstruosa dama que comenzó a llegar a mis recuerdos a cuenta gotas. La directora del penal no me regañó, a diferencia de mi subdirectora, y sencillamente me recomendó que siempre que disparara la cámara les preguntara a los “sujetos privados de su libertad” –ese es el nombre eufemístico de los presos– si querían o no salir en la foto.

Haber llegado a la oficina de dicha señorona me permitió dar un recorrido fugaz por las márgenes del “patio grande”, donde lagartijean los internos; la cocina a pleno rugir de estufas (preparaban la cena); y la zona de castigo, de donde yo veía una abertura en la pared que daba a un solar, desde donde asomaban expresiones de horror y brazos agitándose, tratando de decir algo, ¿alguien podría saber qué?, a los carceleros a quienes los internos, feliz descubrí, siguen llamando monos, como logró consignar José Revueltas (“Esos putos monos hijos de su pinche madre”, frase-emblema de El apando, la novela de Lecumberri). Todas estas zonas estaban vedadas para mí. Sólo podría estar en un patio donde algunos reos –los de mejor conducta– iban a pasear algunos minutos, a que les ofertaran alternativas de empleo, de dormitorios y de sitios donde podían tratar sus adicciones.

Abrieron las puertas y los atrapados comenzaron a desperdigarse por el patio donde me encontraba en calidad de fotorreportero, porque nadie nunca se percata que también tomo algunas notas escritas. El lugar se iba llenando de personajes con historias imposibles a cuestas, sus cuerpos comenzaron a hablar, sus imposturas, las docenas de pares de ojos escrutando la situación, todos huyendo de mi lente, extrañados por mi presencia, que al paso de algunos minutos de diluiría y me estarían hablando de sus familias, de cómo Jesús llegó a sus vidas ya medio tarde, de lo arrepentidos que están de no haber sabido funcionar en una sociedad cómo ella lo hubiera querido. Pero eso unas líneas abajo, después de que acabe de describir la escena de la llegada de los presos adonde estaba parado: de nuevo me veía a mí, y conmigo a más de 500 niños, jugando en el patio de mi escuela a la hora del recreo: no miento cuando digo que hasta una cooperativa había en ambos escenarios: el de la prisión y el de mi primaria, ¡cuántas cívicas similitudes, hasta sentía que me daba un gusto proustiano! Ya.

El primer preso que me devolvió la mirada estaba más bien asustado, ausente, atareado en unos pensamientos y fue mi único verdadero interlocutor en toda mi estancia. No entendía qué estaba pasando y de inmediato respondió a mi más bien nerviosa actitud materializada en cuatro preguntas larga y absurdamente planeadas: “¿cuánto llevas aquí?”, “¿qué harás cuando salgas?”, y una urgente y subrepticia “¿qué se sueña aquí adentro?”, y sin más las respuestas se dejaron caer, cortantes y sonantes: “siete años”, “seguir en el desmadre” y “sueño que me despierto en medio del mundo y todo sigue igual o peor de mierda, hermano”.

Se quedó quieto, sereno y se disculpó por decir tonterías. Se fue a caminar por ahí, a ningún lado, y yo seguramente con una cara de idiota traté de que no me afectara y puse toda mi atención a la fabulosa gama de modelos de calzado, de la que creí con inútil fe ciega que sacaría esta entrada. Esas respuestas me habían dado un knockout emocional del que creo tardaré en recuperarme. Lo que pasa allá dentro no tiene la menor importancia… lo de acá “afuera” es la cuestión.

Allá adentro hay un simulacro de vidita social, de guerras de roles, de espejismos de sombras de amigos, de pulsante intercambio de bienes por servicios –y viceversa, hay un cierto orden y progreso, horarios fijos, amor, odio y hasta se siente la presencia del ya afamado fantasma de la libertad, ¿y acá afuera? Allá y acá no existen, endebles muros y algunas púas innecesarias (cfr. reo traceur que escapó de una cárcel de Hidalgo, Méx.) dividen nuestras profundas semejanzas. En ambos lados están los confines del uno y del otro, ¿hay verdadera escapatoria, oh Radiohead (“No sorprises”, “Karma police” et al.), oh Revueltas (José, no al.)?

Salí como de una cueva encantada. Llegué a mi casa como borroso. Alguien me preguntó el lugar común del lugar común sobre mi viaje: “¿Es cierto que están menos de los que deberían estar?”, en el entendido de que en la cárcel se vive una condena muy distinta a esto. Yo sólo respondí, evadiendo, que ni me había dado tiempo de ver cosas importantes, que lo que me había hundido en la reflexión era la gran diversidad de zapatos que tenían los presos, fetiche que reflejaba las condiciones económicas tan variadas al interior del penal… Mientras lo decía volteé al suelo, donde la disparidad de gustos y precios en la zapatería ambulante me volvía a dejar desarmado ante el severo knockout de la realidad y la fantasía de los límites entre este inframundo y el otro, allende los endebles paredones y las quebradizas vallas de ¿seguridad?, ambos tan geométricos, tan geométricos los condenados.

Artista invitado: José Clemente Orozco con su obra Cristo destruye su cruz (1943).

lunes, 3 de octubre de 2011

Hacia los 100 de Vicens


Este 25 de noviembre de 2011, los lectores de Josefina Vicens, mejor conocida –aunque fuera por bien pocos– como “La Peque”, tenemos como pretexto que la autora hubiera cumplido cien años, para comenzar a revisar no sólo su obra literaria entera (El libro vacío, 58; Los años falsos, 82), sino todo lo que la rodea. Aviso que yo me encargaré, en este blog, de ir llamando a Vicens a su cita centenaria con mis lujosos lectores para que quienes la conocen, usen mis martes dedicados a ella como recordatorios; y para quienes no la conocen se vayan enterando de la grandeza de una dama terrible en la historia de la cultura mexicana.

Hoy sólo citaré un fragmento de una entrevista que dio a dos grandes amigos de este bloguero –Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo– en un libro casi secreto que lleva por título Josefina Vicens: la inminencia de la primera palabra (Ediciones sin nombre y Universidad del Claustro de Sor Juana, México, 2009), una breve respuesta, a propósito de su segundo libro, sobre el amor, un tema recurrente en su obra, y tan rijoso, en todo sentido, para cualquier escritor que se respete:

“El amor humano está lleno de contradicciones: es capaz tanto de la mayor crueldad como de la mayor excelsitud. Es la dádiva de uno mismo y también el arrepentimiento de haber dado tanto; es una liberación que cuando se quiere lo que se obtiene es estar aprisionado. No creo que exista una definición del amor. Por eso es tan fascinante, por la enorme serie de facetas que contiene, por los rostros desconocidos de uno mismo que nos hace descubrir, y que muchas veces son contradictorios entre sí: cuando en el amor uno planea, sucede todo lo contrario. Uno se traiciona a sí mismo continuamente; los propósitos no funcionan en el amor. Yo a los enamorados les digo 'los decapitados': la cabeza está por un lado y por otro las emociones, incluidas las más nobles y las más bajas. Y eso es precisamente el amor, lo siempre impredecible. Es como la vida misma, una gama riquísima que no se presta a la fragmentación; aislar sus partes es transgredirla.”

¿Será que el amor es una contradicción y no más? Yo concuerdo de manera general con Vicens, pero siento que solamente es porque los ambos somos unos enamoradizos perdidos e irremediables. El amor parte de un argumento positivo y muy válido, pero se precipita velozmente hacia un absurdo negativo, sin que esto necesariamente sea malo y siempre grato, ha de entenderse, por favor.

“Sólo los abstemios –sentencia el gran Eduardo Torres (Lo demás es silencio, libro que me firmó don Augusto Monterroso en la calle, cerca de los Viveros de Coyoacan, cuando coincidió que él pasaba mientras yo lo leía) piensan que beber es bueno”, y yo creo que lo mismo vale esta antisentencia para los enamorados, en tanto enfermos alcohólicos.

(Obra plástica invitada: "El beso" de Magritte)