lunes, 10 de octubre de 2011

La visita ¿quién a quién?


en un diabólico sucederse de mutilaciones del espacio, triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas, hasta impedir cualquier movimiento de los gladiadores y dejarlos crucificados sobre el esquema monstruoso de esta gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría.

José Revueltas, El apando

De pronto en la chamba me ofrecieron que acudiera a las instalaciones del Centro Varonil Oriente de Ejecución de Sanciones Penales, la casa vecina del famosísimo Reclusorio Oriente, en las márgenes de Iztapalapa, el lugar adonde van llegando los presos que se preparan para regresar a “la vida social” de la gran Ciudad.

Todas las autoridades, muy amables, me recibieron comprensivas y solícitas, pero sin estar exentas de aparentar no sufrir las miserias que padecen todas las instituciones públicas en México. Atrapados en un edificio alto, una mole de concreto, fría, con un cierto parecido a mi vieja escuela secundaria, un puñado de policías resguarda la “Aduana”, hacen de cancerberos de una justicia cegatona que se contenta con que escribas medio legiblemente tu nombre en un viejo cuaderno de citas que seguramente nadie revisará nunca –bueno, ni aunque le pagaran–, y su pereza les impide revisar mi mochila, a la que después de sopesarla y calcular que en ella no podía caber una AKA-47, me dejaron pasar ¡con una cámara fotográfica muy pesada! que nadie notó hasta que me la puse en el cuello. Entonces me mandó llamar la directora de dicho Centro.

Así me encontré, ya de plano, con mi pasado, en una oficina que todo tenía del cubil de la subdirectora de mi primaria, una monstruosa dama que comenzó a llegar a mis recuerdos a cuenta gotas. La directora del penal no me regañó, a diferencia de mi subdirectora, y sencillamente me recomendó que siempre que disparara la cámara les preguntara a los “sujetos privados de su libertad” –ese es el nombre eufemístico de los presos– si querían o no salir en la foto.

Haber llegado a la oficina de dicha señorona me permitió dar un recorrido fugaz por las márgenes del “patio grande”, donde lagartijean los internos; la cocina a pleno rugir de estufas (preparaban la cena); y la zona de castigo, de donde yo veía una abertura en la pared que daba a un solar, desde donde asomaban expresiones de horror y brazos agitándose, tratando de decir algo, ¿alguien podría saber qué?, a los carceleros a quienes los internos, feliz descubrí, siguen llamando monos, como logró consignar José Revueltas (“Esos putos monos hijos de su pinche madre”, frase-emblema de El apando, la novela de Lecumberri). Todas estas zonas estaban vedadas para mí. Sólo podría estar en un patio donde algunos reos –los de mejor conducta– iban a pasear algunos minutos, a que les ofertaran alternativas de empleo, de dormitorios y de sitios donde podían tratar sus adicciones.

Abrieron las puertas y los atrapados comenzaron a desperdigarse por el patio donde me encontraba en calidad de fotorreportero, porque nadie nunca se percata que también tomo algunas notas escritas. El lugar se iba llenando de personajes con historias imposibles a cuestas, sus cuerpos comenzaron a hablar, sus imposturas, las docenas de pares de ojos escrutando la situación, todos huyendo de mi lente, extrañados por mi presencia, que al paso de algunos minutos de diluiría y me estarían hablando de sus familias, de cómo Jesús llegó a sus vidas ya medio tarde, de lo arrepentidos que están de no haber sabido funcionar en una sociedad cómo ella lo hubiera querido. Pero eso unas líneas abajo, después de que acabe de describir la escena de la llegada de los presos adonde estaba parado: de nuevo me veía a mí, y conmigo a más de 500 niños, jugando en el patio de mi escuela a la hora del recreo: no miento cuando digo que hasta una cooperativa había en ambos escenarios: el de la prisión y el de mi primaria, ¡cuántas cívicas similitudes, hasta sentía que me daba un gusto proustiano! Ya.

El primer preso que me devolvió la mirada estaba más bien asustado, ausente, atareado en unos pensamientos y fue mi único verdadero interlocutor en toda mi estancia. No entendía qué estaba pasando y de inmediato respondió a mi más bien nerviosa actitud materializada en cuatro preguntas larga y absurdamente planeadas: “¿cuánto llevas aquí?”, “¿qué harás cuando salgas?”, y una urgente y subrepticia “¿qué se sueña aquí adentro?”, y sin más las respuestas se dejaron caer, cortantes y sonantes: “siete años”, “seguir en el desmadre” y “sueño que me despierto en medio del mundo y todo sigue igual o peor de mierda, hermano”.

Se quedó quieto, sereno y se disculpó por decir tonterías. Se fue a caminar por ahí, a ningún lado, y yo seguramente con una cara de idiota traté de que no me afectara y puse toda mi atención a la fabulosa gama de modelos de calzado, de la que creí con inútil fe ciega que sacaría esta entrada. Esas respuestas me habían dado un knockout emocional del que creo tardaré en recuperarme. Lo que pasa allá dentro no tiene la menor importancia… lo de acá “afuera” es la cuestión.

Allá adentro hay un simulacro de vidita social, de guerras de roles, de espejismos de sombras de amigos, de pulsante intercambio de bienes por servicios –y viceversa, hay un cierto orden y progreso, horarios fijos, amor, odio y hasta se siente la presencia del ya afamado fantasma de la libertad, ¿y acá afuera? Allá y acá no existen, endebles muros y algunas púas innecesarias (cfr. reo traceur que escapó de una cárcel de Hidalgo, Méx.) dividen nuestras profundas semejanzas. En ambos lados están los confines del uno y del otro, ¿hay verdadera escapatoria, oh Radiohead (“No sorprises”, “Karma police” et al.), oh Revueltas (José, no al.)?

Salí como de una cueva encantada. Llegué a mi casa como borroso. Alguien me preguntó el lugar común del lugar común sobre mi viaje: “¿Es cierto que están menos de los que deberían estar?”, en el entendido de que en la cárcel se vive una condena muy distinta a esto. Yo sólo respondí, evadiendo, que ni me había dado tiempo de ver cosas importantes, que lo que me había hundido en la reflexión era la gran diversidad de zapatos que tenían los presos, fetiche que reflejaba las condiciones económicas tan variadas al interior del penal… Mientras lo decía volteé al suelo, donde la disparidad de gustos y precios en la zapatería ambulante me volvía a dejar desarmado ante el severo knockout de la realidad y la fantasía de los límites entre este inframundo y el otro, allende los endebles paredones y las quebradizas vallas de ¿seguridad?, ambos tan geométricos, tan geométricos los condenados.

Artista invitado: José Clemente Orozco con su obra Cristo destruye su cruz (1943).

4 comentarios:

  1. Estimado Meduso, excelente relato. Llevas razón en los piés. ¿Qué pregunta hacer?... Qué te parece preguntarles sobre en qué momento del día se quitan los zapatos? Tú, ¿cuándo te los quitas? Un saludo

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  2. como sabes, casi bajo cualquier pretexto y al rededor de todo el día me descalzo... me va mejor lo franciscano.

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  3. A mí lo que me llamó la atención fue lo de los sueños: "¿qué se sueña aquí adentro"?. Supongo que le preguntaste al reo equivocado.

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  4. Todos son reos equivocados ¿no? Hasta nosotros.

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