martes, 15 de marzo de 2011

Primer manojo de gatos

Los gatos se pasean por los libros con autoridad flagrante sin tener un récord de lectura mayor al de ningún mexicano o hallar sus apellidos importantes en bibliografías mínimas, ni mucho menos. A los gatos, de pronto, se les escucha maullar en el Metropolitan Opera de Nueva York y no se sabe de ninguno que lea, escriba, o siquiera entienda cabalmente música. Se les ha visto en varios cientos de buenas fotografías y se acicalan eternamente los colores en salas de museos muy visitados sin que nadie les moleste.

En fin, los gatos siempre han sido un buen modelo para las artes.


Tres pinturas

La exactitud espontánea, la gracia cándida y la pulcra y sutil promiscuidad de los felinos domésticos sirvieron al pintor Franz Marc en 1912 para examinar el estado de ánimo de los colores en Dos gatos, azul y amarillo. Sin duda este es uno de los óleos más bellos dedicados a estos animales que, sin posar alguna pretensión (todo lo contrario), fueron llamados a las filas de “El Jinete Azul” en busca de una nueva cara para esos dos tonos aburridos ya de tanta distancia en la paleta cromátia, en el intento de dar una más rica perspectiva de nuestra alma a través del espíritu animal que, pensaba Marc, no percibe las cosas desde nuestro limitado e inútil horizonte. Para este pintor de Münich los gatos fueron un instrumento para cuestionar el interior del hombre de principios del siglo XX, que pensó que ver era un acto pasivo cuando tenía el polvorín de la Gran guerra frente a sus ojos.

Por esos mismos años otro gato estaba contemplando en pintura aquello que representó un final de este mundo, la Primera Guerra Mundial. Desde París a través de la ventana Marc Chagall abre la boca de un gato con cara de hombre desconcertado, que es el síntoma interrogante frente a lo que se allegaba. El gato, parece decir el pintor en esa escena deslavada de 1913, puede comprender todo lo que ve (la ansiedad de la Ciudad Luz, los amores escalofriantes y descerebrados, el tren subterráneo y la caída libre de la humanidad) porque no puede hacer nada desde su inequívoca belleza; en cambio el rostro pálido del hombre que se encuentra extasiado pero dudoso de su misma condición felina nos devela esa incapacidad que combatía Franz Marc: la visión apretada e insulsa del destino humano, pleno de sorpresas hipócritas que en realidad aguardan respuestas vívidas y bien catalogadas frente a la sabia indiferencia coloreada del dormir a pata suelta de las bestias.

El gato humano de Chagall ve adivinanzas donde no hay nada que comprender. En cambio, el gato negro que sirvió para pagar la absenta que Théophile Alexandre Steinlen se había tomado durante una larga temporada en el conocido cabaret de fin du siècle, Le Chat Noir, propiedad de Rodolphe Salis (de 1881 a 1897), nos ve sin dudar nada, nos intimida desde su dado cargado de mala suerte y nos desnuda desde su gesto imperial que logró emborrachar hasta el esplendor a los mejores artistas del XIX. El gato negro de Steinlen es el abismo inconsciente que nos reclama. El rostro humanoide de Chagall es el miedo de la consciencia a ese abismo.


Dos ejemplares musicales

La palabra “miau” es una onomatopeya muy común en varios idiomas (quizás en todos los conocidos y desaparecidos) que trae consigo notas musicales llenas de matices misteriosos. Deriva en la lengua humana en un verbo perfectamente conjugable. A nadie debe sorprender que la frase “si hubiéreis maullado un poco más claro nos habrían comprendido a cabalidad” aparezca en una conversación de manera pertinente, llegado el caso, claro.

Freddie Mercury, cantante de Queen, era un amante confeso de los gatos y en su casa, conocida como Garden Lodge, en Kensington, tenía una colonia entera de felinos que a su muerte fue objeto de una fuerte disputa legal entre sus herederos, unos por quererlos otros porque no, en fin. En el último disco del grupo en el que Mercury participó, Innuendo (1991), se escuchan unos maullidos amoroso que el cantante tanzanés dedica a su gatita predilecta: “Delilah” que también da nombre a la canción que no es ninguna joya de la corona de la reina, pero tiene un doble mérito: inmortalizar a una hembra de gato y ser una canción construida a base de onomatopeyas gatunas en las vocales y en el solo de guitarra de Brian May. Al final de su vida, Freddie Mercury fue un milagroso gato juguetón y lacrimoso que dejó un testimonio invaluable de la existencia de un animal que fue, según sus propias palabras, la manzana de sus ojos que siempre lo hizo feliz.

Ciento sesenta años antes de “Delilah” y del virtuosismo vocal de Mercury, Gioachino Rossini, en la cúspide de una carrera musical deslumbrante, se burlaba de ese virtuosísimo cacareo que ostentaban las sopranos de su tiempo, a las que les compuso un dúo bufo inspirado en un par de gatos –de los que lamentablemente se desconoce el nombre- que desayunaban con él en una de sus estancias en Padova. El piano desliza un lento acompañamiento a las subidas y bajadas de la única palabra usada en esa obra para dos cantantes: “Miau”. Rossini calculaba que si las cantantes querían lucir los múltiples tonos que sus poderosas y cursis gargantas alcanzaban a formar, no había mejor ejercicio que el maúllo del celo bien temperado. Así, con “El dúo para gatos” que hoy en día sigue apareciendo como encore de las solistas, el también autor de Guillermo Tell otorga una estatura romántica y sagrada a la voz del gato.


Y los gatógrafos

Meses antes de la caída de Danzig que dio pie a otro fin del mundo sucedido en el siglo XX, mejor estudiado como la Segunda Guerra Mundial, T. S. Eliot publicó en la editora de cabecera de la literatura inglesa (Faber and Faber)–de la cual él mismo fue formador– un libro para niños con dibujos de su propia autoría dedicado a los gatos: Old Possum’s book of practical cats (traducido en México en 1990 para la UAM por José Luis Rivas como El libro de los gatos versátiles del Viejo Tlacuache, del que tomo todas las citas), reconocido entre gatófilos gatómanos de todo el mundo como la piedra de toque de sus obsesiones bestiales por dos razones: ser una obra completamente dedicada a los gatos –su referente más cercano es La Gatomaquia de Lope de Vega de 1634- y por el descubrimiento juguetón y no del poema que abre el libro: “Poner el nombre al gato”.

En este poema Eliot explica que los gatos casan con tres nombres: “Que el primero lo aporte el santoral de la familia” y suelta ejemplos “rebuscados, torcidos, domingueros/ (Lo mismo para damas que para caballeros):/ Platón, Electra, Admeteo, Dunia o Tulio:/ todos gastados nombres del mundanal peculio.” Luego dice que debe estar el nombre que sólo al gato mismo cuadre, “un nombre propio y más que decoroso;/ si no, ¿cómo podría su cola erguir garboso/ o atusar su mostacho o dar alas a su orgullo?” y nos comparte algunos apelativos gatunos: Munkustrap, Quaxo o Carlontanicho. “Pero aparte de tales nombres hay uno privado;/ el nombre que jamás vamos a adivinar,/ un nombre que resiste al inquisidor porfiado;/ solo el gato lo sabe y no lo va a revelar.”

El libro es una suerte de divertimento que tenía Eliot con sus nietos, a quienes escribió por carta cada uno de estos poemas durante toda la década de los 30, bajo el pseudonimo de Old Possum. Además tiene las virtudes de las fábulas que encuentran características humanas entre los animales para sortear la moralidad, decadente siempre, pero sin dejar de observar la “sociología” de los gatos. Esta serie de poemas dio pie al musical Cats que Andrew Lloyd Webber estreno en 1981, donde se rescata el espíritu de la obra literaria: abordar la vida de los gatos como si fuera la vida de los hombres si fueran gatos, una ecuación arriesgada pero con aciertos poco valorados.

Víctima salerosa de la gatificación humana es el escritor mexicano Gerardo Deniz, que dedica parte de su tiempo a la contemplación fisiológica de estos animales, de la que se derivan sendos versos apasionados, que son coronados por una joyita titulada “Miau” que abrevia la materia de su obsesión cariñosa en veinte sílabas que ronrronean en la boca de quien las pronuncia: “Poco hay tan esplendoroso/ como besar al gato entre los ojos” (Semifusas, 2004).

Este gatista ilustrado, entre su vasta obra, tiene una pieza que escribió para hacer de chambelana de un libro con dibujos inéditos de Juan Soriano (Juan Soriano 80. Taller D, Museo Amparo, Fundación Amparo, 2000) y que sencillamente tituló , como para dar lugar al silencio críptico que anuncia las primeras líneas del texto: “Y llegaron/ LOS GATOS de orejas cónicas,/ cucuruchescas, para escuchar sonidos agudísimos.” Líneas que despliegan una fantasía gatuna que nada tiene que ver con lo moralino de las fábulas o con las correspondencias inglesas que Eliot propuso antes de Hiroshima, sino van en busca de lo que Charles Baudelaire perdió en el fondo de su ajenjo (“Peut-être est-il fée, est-il dieu?”), y a lo que yo mismo aspiro a través del cultivo del gatismo: la sensación de dar al gato el amoroso e intenso homenaje que nos merece.

“La cara del gato es una de las dos cosas más perfectas. Las quisiera labradas en mi tumba, como Arquímedes quiso esfera y cilindro: algo había descubierto, y yo también”, escribe Deniz en , proyectándose polvo ciegamente enamorado, de su epitafio y finaliza su obra poética reunida (Erdera, 2005) con uno de los más bellos poemas de amor de la literatura occidental, como desea la academia, “Congeneres”, dedicado, sospecho, a una dama ataviada, cual delicado refunfuño, con el nombre de Krushka:


Anhelaba salir, sin decírmelo. Tanto,/ que la alcé en vilo/ y desde el balcón tras la cocina/ nos asomamos a la medianoche/ entre escobas, dos lazos de tender/ y un quemador de gas./ Abrazada a mi cuello, erguía la cabeza/ para otear lo oscuro, respirar el frescor/ oloroso a fantasmas recién planchados./ Abría grandes ojos pulidos en berilo/ con pasmo cómplice. Yo sólo le besaba la frente./ Me rozaba con orejas cónicas y yertas,/ pero nada decíamos –hasta que no resistí/ sin susurrar sus dos sílabas, tres,/ y al acariciarle la garganta con los dedos/ sentí vibrar el torno de su dicha. Media hora./ Retorné adentro con ella, cerré el balcón sin ruido./ Se posó dulcemente, restregó mis tobillos, cola enhiesta,/ antes de marchar majestuosa hacia nuestra alcoba./ No es común tal riqueza, opulencia sedosa,/ después de catorce años amándonos,/ gata mía.

Nota: las pinturas de arriba, así como las canciones, no son gatos difíciles de hallar; el dibujo inicial es un autorretrato de Juan Soriano triste por ver a uno de sus peores gatos a lápiz -que no viene mucho a cuento, pero me gusta-, sin duda... Pobre Juan, ¡tan buen gatero e hizo este que le salió tan mal!

1 comentario:

  1. WOW! Se aprende mucho leyendo(te). Y sí, es inevitable dedicarles tiempo a los gatos, ponerles nombre, ¡bañarlos!, darles de comer, platicarles. Desde los 7 años tuve gatos, lloré por ellos, sus huidas, muertes, convalecencias, rasguños. Una vida marcada amorosamente. Los miaus, mraws, ya son parte de las pláticas con mi gato; no sé lo que digo, no sé lo que dice.
    Afortunadamente, los que saben expresar con palabras lo que significa un GATO para la vida, lo hacen majestuosamente.
    Gracias por esta crónica gatuna =^.^=

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