miércoles, 2 de noviembre de 2011

Hacia los 100 de Vicens 3. Voz de naturaleza muerta

para Luis Magos, que escucha muertos

Salido del alelamiento malickeano, vuelvo hoy con mis atentos lectores para recordar a mi gran festejada de esta temporada y siempre, la grande Josefina Vicens, la Jose, la Peque hacia sus cien años.

Leí el cuento que completa la breve obra narrativa de Vicens. Se llama "Petrita" y lo publicó en una revista fantasmal (Revista de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco) en 1983 , aunque se le puede encontrar luego gracias a que las intensas damas del Taller de Teoría y Crítica Literaria "Diana Morán" tuvieron a bien antologarlo en el libro Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno (2006), para quien quiera buscarlo.

Resulta que el cuentitotote es un canto a la muerte. De pronto un tal Juan le entrega un lienzo, "La niña muerta", al narrador –del que sabremos sólo lo que piensa– que queda azorado al contemplar la imagen que aquí dejo para quien quiera verla:

[...] La cara, las manos, los pies, tenían un color verde de carne descompuesta. Vestía un traje sencillo, plegado a la cintura y que bajaba hasta los tobillos [...] Estaba tendida en una mesa, sobre una sábana absurdamente colocada. Su pelo negro, negrísimo caía en desorden. A su alrededor había flores amarillas y blancas y tenía puestas algunas entre su pelo, detenidas quien sabe por qué milagro de equilibrio [...] En el plano superior aparecía un friso de manos obscuras emergiendo de la sombra: en una, los dedos pulgar e índice formaban la cruz; otra sostenía un rosario, otras estabas en piadosa actitud de orar, otras no hacían nada [...] Las manos [de la niña] estaban trenzadas, crispadas más bien, y junto con los pies eran lo único realmente aterrador [...], parecían pequeñas raíces retorcidas, extraídas violentamente de la tierra [...], eran raíces jóvenes, pero fibrosas y duras [...]

Másomenos –siempre he soñado con que esta palabra exista– esos son los elementos que arrancan de la realidad a su observador, que de inmediato adquiere la pintura y, en vez de acomodarla en un buen muro, comienza a adecuar su cuarto a la niña (el cuadro). Cambia de lugar todo (cama, librero, sillón) para verla desde cualquier punto.

El contemplador es insomne y una buena noche inicia un monólogo con la niña que denota cierta tristeza y soledad. En ese momento la llama Petrita (“La llamé con voz segura, como si de repente hubiera recordado su nombre [...] ¡Petrita! ¡Petrita! Su nombre llenó mi boca”). Entonces siente la necesidad de cuestionarla sobre la muerte (¿qué se siente morir? ¿se descansa en la muerte?) con preguntas deslumbrantes, afiladas, desesperadas, anhelantes. La niña, después de la insistencia, contesta que no está muerta porque su escrutador no la suelta. Por supuesto, el otro se espanta y se deshace de la pintura para que bien descanse.

Hasta aquí el cuento del que me queda colgando el final trivialón, como globo de 16 metros de diámetro desinflado en mis manos. Sin embargo los remates nunca fueron la especialidad de la autora y me quedo especialmente con la voz del espectro ilustrado:

Una voz tierna, débil, aguda, pero a pesar de ello aterradora. Era como si viniera de muy lejos, como si tuviera que atravesar muchos parajes, para llegar hasta a mí; como si al pasar por los bosques se le hubieran prendido sus ruidos y los de las cuevas, al pasar por ella. El canto uniforme del oleaje de los mares, el distinto sonido de las campanas y el murmullo de todos los vientos. Era una voz infantil, pero al mismo tiempo, la voz del Universo.

¿Se imaginan ese sonido? ¿No es burdamente precioso? Y no sólo eso, por si fuera poco. Este fragmento arriba impuesto es el trabajo del escritor mismo retratado: dar una voz certera a los espectros de su imaginación. Es obvio ¿será? y sin embargo no lo es. Nosotros abrimos un libro y leemos voces, en el peor de los casos diálogos con rayas largas avisadoras (-), y se nos hace tan normal repasar nuestra vista sobre ellas que no nos detenemos a contemplar el milagro de la vida artificial que hay en ellas.

Todos deberíamos asustarnos por lo menos cada que nos imaginemos una voz escrita, cada que creen que están escuchando una voz representada por las palabras, gracias al esfuerzo exorcizante y amoroso de tal o cual autor que atrajo del más allá ¿o más acá, o dónde? el sonido prodigioso de cualquier palabra. Así como Vicens nos mostró la voz de una niña muerta en un cuadro de dudoso aterramiento, así es como un buen escriba presta atención al mundo. Después de mucho insistirle, el Universo va hablando con sus propias palabras y el escritor debe estar atento a recibir el mensaje… Es su deber, su maldición, y para demostrarlo, de nuevo convoco a don Rubén Bonifaz Nuño, mi consentido y acabo ya con esta extraña confesión:

Soy desnombrado y sometido/ al desorden amnésico del sueño./ Agrimensora larva ciega,/ hostia de comuniones pegajosas,/ antena soy, prestada/ a mensajes malévolos; inerme/ piel aterrada y dócil,/ dada sin opinion al besuqueo/ de lenguas líquidas y amargas.

(“Amenazados, contundidos” en Fuego de pobres, 1961)


Imagen invitada: la Jose Vicens, la Peque.

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